Se inicia una nueva semana decisiva para el problema catalán, aunque todas lo son ya. En estos días se debe llevar a una Mesa extraordinaria del Parlamento la escondida proposición de ley del referéndum, con la consiguiente convocatoria de campaña desde el 14 de septiembre y su celebración el 1 de octubre. Inmediatamente se llevaría al Pleno del Parlamento catalán para su aprobación, si es posible sin debate, junto con la Ley de Transitoriedad, que es, pura y simplemente, la ruptura con el Estado español. Si finalmente los grupos independentistas aprueban esa decisión ilegal, antidemocrática e inconstitucional, el Gobierno de España y el Tribunal Constitucional tendrán que poner en marcha todos los mecanismos legales. Y, entre medias, la Diada del 11 de septiembre, altavoz de todas las decisiones de los independentistas. Estamos pues ante el final de un proceso que, termine como termine, tendrá graves consecuencias.
Pero, ¿qué país proponen los independentistas catalanes con una CUP que se ha adueñado estratégicamente del proceso?
Un país que pretende quedarse, sin compensación alguna, con todos los bienes del Estado español en Cataluña: aeropuertos, Renfe, carreteras y otros espacios de titularidad pública, entre ellos más de mil solares de titularidad estatal.
Un país con una deuda pública de 50.000 millones de euros con el Estado español y otros 25.000 millones con otras instituciones financieras. Pero, además, Cataluña debería asumir el porcentaje que le corresponde de la deuda pública española, estimada en unos 186.000 millones. El problema es que el rating de Cataluña en los mercados es de “bono basura” lo que le impide acudir a esos mismos mercados. Sólo entre 2012 y 2016, el Estado español ha prestado a Cataluña 68.458 millones para su evitar su quiebra y a un interés que le ha permitido un ahorro de 18.228 millones. Sin esos préstamos no habría podido pagar ni a sus proveedores ni las pensiones ni a los funcionarios. ¿Cómo pagará todo eso tras una supuesta independencia?
Un país que esconde las leyes, las hurta al debate parlamentario, propone el incumplimiento de las leyes y que pretende nombrar al presidente del Tribunal Supremo, a los presidentes de Sala y al fiscal general indirectamente por el propio Gobierno catalán. Separación de poderes y ocupación del poder judicial.
Un país con una legalidad que no establece garantías democráticas para la validación del referéndum, que requiere menos votos para aprobar la nueva Constitución que para reformar el actual Estatuto y que “garantiza” la nacionalidad española a todos sus ciudadanos, pero que olvida que eso lo decide con competencia exclusiva el Estado español.
Un país que pretende seguir con el euro, si le dejan, o crear una nueva moneda, si encuentra respaldo, pero que, además, fuera de la Unión Europea y del mercado único, se enfrentará a nuevos aranceles y derechos aduaneros y tendrá que negociar bilateralmente, país por país, nuevos acuerdos.
Hay muchos más aspectos entre lo imposible y lo ridículo, pero basta con el respeto a la legalidad. En una democracia, lo que no es legal no es democrático. La principal patronal catalana ha dicho que la secesión catalana tras el 1-O sería “un golpe de estado”. En sus manos y en las de los catalanes está hoy evitar que se produzca.
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