El patinador nonagenario

José Luis Masegosa
01:00 • 02 oct. 2017

Prolongado anormalmente el veranillo de San Miguel, el otoño se instala paulatinamente en nuestro entorno. Perezosamente, octubre comienza a desnudar impúdicamente los árboles que han cobijado nuestros acalorados esqueletos estivales, en tanto que los tapices amarillentos de los campos darán paso en breve a una tibia desnudez. Es tiempo de ocres que entorpece el vuelo de gorriones y nos va dejando mudos de nidos de golondrinas. Sin embargo, como en otras estaciones del año, la vida, que es tan imprevisible, nos ofrece paisajes y estampas que, aún a poca sensibilidad que se tenga, causan una reconfortable y reflexiva sorpresa, más todavía en medio de realidades tan opacas  como las que acompañan estos días . En este mismo rincón de la pasada semana dejaba constancia, coincidiendo con la irracional controversia territorial que nos asiste, de que a fin de cuentas la única y verdadera patria que tiene el ser humano es la de su mejor y más inocente etapa vivida, la de la infancia. Ayer, primer domingo de octubre, el solaz urbano de una céntrica plaza peatonalizada, donde la vida transcurre entre  el sosiego del descanso familiar y los encuentros amigables,  me regaló una irrepetible lección que certifica la búsqueda de esa única patria perdida de los adultos.
Mientras las conversaciones runruneaban en el recoleto espacio, donde cafeterías y bares mantenían  su actividad con el trasfondo televisivo de las machaconas crónicas de los informadores desde Cataluña, familias vestidas de domingo se dejaban llevar por el devenir festivo. El paisaje, compartido a esa hora del aperitivo que la tradición mantiene para los creyentes a la salida de la misa de domingo, dejó entrever frente a mí a dos pequeños hermanos que sobre sus respectivos patinetes, de tamaño proporcional a sus edades, rodaban sobre la solería de la plaza de un extremo a otro, observados a distancia por la mirada vigilante de sus progenitores. En un momento dado apareció en escena un encorvado anciano que a duras penas arrastraba  de su andador, en cuya cesta guardaba el periódico del día. El nonagenario paisano se mantenía asido al andador con sus deformadas manos que sostenían su curvo cuerpo, cuyos ojos apenas tenían otro horizonte que el suelo. Inesperadamente, el habitante más longevo de la plaza se detuvo junto al mayor de los dos hermanos que alegremente impulsaban con sus pies el  vehículo de tres ruedas. Tras una leve conversación, el niño bajó de su patín en tanto que el anciano soltó su andador y cambió de vehículo. Ante la incredulidad  y el asombro de cuantos contemplamos la escena, el maltrecho anciano depositó su pie izquierdo sobre la plataforma del patín que impulsó por un rato con su pie derecho. Tras algunos paseos, el improvisado patinador agradeció al niño su generosidad porque le había permitido revivir su infancia y regresar a su patria. Tras el insólito pasaje, su protagonista no dudó en comentar con jocosidad que a pesar de sus años, de su edad y su vejez, él no había pegado ningún sonoro patinazo, tan al uso en la clase política.  


 







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