Media el ecuador de noviembre, mes negro donde los haya, y el pasado se hace presente en una extensión inevitable del día de los ausentes definitivos. Los sentimientos desnudan los misterios del corazón que habita en nuestros cerebros y nos reencuentra con un ayer que mediante el recuerdo volvemos a vivir. Es esa vida tan imposible como deseada que alivia las ausencias y nos ayuda a asumir la realidad de cada cual. Con alguna curiosidad hace tiempo que observo desde el escepticismo e incredulidad de la casualidad que año tras año, una vez concluidas las costumbres y tradiciones que se generan universalmente en torno al día de todos los Santos y el día de Difuntos, la realidad torna sus estampas con una suerte de fenómenos que de alguna manera inciden y transforman los paisajes multicolores e inconfundibles de los camposantos, jardines de artificio de estas calendas, recintos botánicos durante unas jornadas en las que la floricultura se erige en dueña y señora del silencio que marca las horas infinitas de esos silentes guetos donde a la sombra del ciprés habitan el dolor, los recuerdos y la nada.
Calienta inusitadamente este sol de veroño más que otros años y la sequía reseca y marchita despiadadamente las flores del consuelo, esas plantas con las que adornamos la cara postrera de la muerte y con las que se busca aliviar las propias conciencias. La brisa, de poniente o de levante, según la ubicación geográfica, solidaria, acaricia las miradas dolientes retratadas en mármoles y vidrios, en tanto de cuando en vez arrecia el viento con ímpetu en estas jornadas postreras al reencuentro anual con los que ya no comparten las cosas terrenas. Los cementerios desnudan su atrezzo, en algunos casos de forma fulminante: calles y pasillos ofrecen un aspecto confuso y hasta violento, como si hubiesen albergado extrañas batallas entre seres desconocidos que hubieran utilizado ánforas, jarrones, y flores como armas arrojadizas, de tal guisa que el desorden de los elementos ornamentales conforma el paisaje habitual de estos otros poblados de tan homogénea arquitectura, la del misterio e incertidumbre del otro lado de la vida. En ocasiones, cuando por estas jornadas de retaguardia de la honra de nuestros seres ausentes acudimos a sus necrópolis, contemplamos un panorama en naif que parece haber sido fustigado por Eolo o azotado por una turba de bárbaros. Los gladiolos, las rosas, los lilium, las margaritas y crisantemos, que tan recientemente lucían su colorido, aparecen ahora –si es que se visualizan- mustios, abandonados de los recipientes que los contenían. Las lámparas encendidas han atenuado sus llamas y entre las hojas sepias de los árboles compiten en una absurda carrera por llegar a ninguna parte. Es como el paisaje después de la batalla, donde impertérritos se mantienen panteones, nichos y lápidas, junto a sentidos y ejemplarizantes epitafios, como el incluido con acierto en un tema musical de la banda Pesadilla Electrónica:” Detente mortal/ lo que tú eres/ hubo un tiempo en que yo fui/ fueres quien fueres/tu destino esta aquí/ rézame una oración/ya la rezarán por ti... Los epitafios, como el sol que los ilumina, se mantienen tal cual, no están aquejados del olvido, y es que tal vez esos epitafios grabados con lágrimas y dolor gocen de la mayor eternidad conocida.
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