Miserables contrasistema

Antonio Felipe Rubio
23:47 • 14 dic. 2017

Acabamos de conocer la ejecución por la espalda de un hombre a manos -presuntamente- de un cobarde, radical, anti sistema, perroflauta… en definitiva, un excremento. Este incidente y el entorno que lo alienta me hizo recordar una ya lejana lectura de “Las miserias de la guerra” de Pío Baroja. 
Baroja sitúa un escenario madrileño previo a la Guerra Civil narrado por un personaje que acaba de licenciarse de la Embajada británica en Madrid. Este diplomático y exmilitar, un tal Evans, suele reunirse en las típicas tertulias de cafeterías donde se refugian intelectuales refractarios a la indigencia intelectual del Gobierno de la II República. Algunas veces, el ambiente se turbaba con ufanos defensores de la zafiedad imperante en la que iba creciendo la intolerancia, amenazas, represiones… y, como es habitual, el fascismo de la izquierda radical.  
A la hora del café llegaban noticias de represalias sangrientas, incendios de iglesias, persecuciones de curas y monjas… una auténtica mafia que dirimió en un Frente Popular que aglutinó lo peor de cada familia. Y así, desde 1934 y hasta la explosión de la Guerra Civil, se relata una sociedad que pretende reflejarse en el criminal comunismo de Stalin como crisol de libertades. Y, claro, como siempre ha ocurrido con estos becerros populistas, de ir a misa y observar recato, pasan a ciscarse en todos los santos del almanaque y a la vida disoluta. Son los repentinos y radicales cambios en una sociedad normal que, de repente, se prodiga en putas, puteros, libertarios, vengativos, revanchistas, ilusos y peligrosos visionarios que dejan estupefacto a Evans, quien llega a asegurar en un pasaje de su profunda perplejidad que “España no tiene remedio”. 
No estoy de acuerdo con Evans ni con Bismarck. España sí tiene remedio y no ha de perseverar en su autodestrucción. El problema de los “brotes” de la indeseable radicalidad surte de la incapacidad de unos políticos que no tienen más salida para su propia subsistencia que el agitprop (agitación y propaganda) en las bases sociales que siempre, por uno y otros motivos, van a reflejar en el Sistema o en el Gobierno el motivo de su propio fracaso y frustración vital.
El delito de odio que ahora parece ser el objetivo preferente a combatir no es ni más ni menos que el afloramiento de la becerrada que secunda, se identifica, milita y gobierna desde posiciones frentistas. Lo que se ha dado en llamar partidos emergentes, evidentemente emergen porque surgen de las profundidades en las que les ha relegado su propia y bien ganada marginalidad que ahora pretenden homologar y contaminar en una sociedad en la que no encontraron salidas con trabajo, mérito, esfuerzo y sacrificio. Así, aparecen estos detritos como el tal Rodrigo Lanza; un asqueroso y presunto asesino de un hombre que cometió el “delito” de llevar unos tirantes con los colores de la bandera de España. Además de los precedentes delictivos que le adornan, lo más repugnante es el apoyo que recibió este semoviente como ejemplo de los movimientos ciudadanos que representan Ada Colau, Pablo Iglesia y los miserables ediles radicales de Zaragoza que son incapaces de repudiar el execrable crimen y dan cobertura estética a la proliferación de estos indeseables que, de remitirse a sus tribus urbanas y sórdido entorno, ahora se han convertido en aguerridos defensores de una presunta ideología que ya se ha instalado en el poder y se ha convertido en parásitos simbióticos de la tan criticada casta que, por cierto, ya no pronuncian ni se acuerdan. Ya no hay casta cuando se confunden con el paisaje que denostaban. Ahora defienden su horizonte de “progreso” como sea y a fuerza de lo que sea; y eso es un peligro para la democracia, para la convivencia y para acercar la teoría de la autodestrucción de Bismarck. 







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