La curiosidad, que como una sombra insaciable persigue a quienes nos dedicarnos a contar las historias de cada día, llevó al inquieto ejerciente de periodismo a bucear en el anuncio de una oferta laboral para un director de comunicación de una cotizante firma comercial que insertaba a finales de los años ochenta aquel diario de provincias con frustradas pretensiones regionalistas. Llegado el día señalado, tras más de una hora de conversación, el entrevistador –psicólogo-se interesó por una curiosidad “personal”: ¿por qué hay tantos periodistas que gastan barba?.
Dubitativo y expectante, el barbudo periodista hubo de someterse a un exhaustivo examen médico que superó con creces. Había transcurrido casi un año desde la primera comunicación. Siguió una segunda entrevista con el director del centro y el responsable de recursos humanos de la cadena, en la que el candidato demostró sin complejos sus habilidades para vender ropa intima de señora, imaginó modulaciones de tono y vocablos absurdos para poner de relieve que hablaba en “marciano” –no en murciano-, es decir, habitante de Marte; disertó espontáneamente sobre Antonio Machado, García Lorca, Alberti y José María Pemán, y después de improvisar sendos perfiles de sus interlocutores, esbozó algunos apuntes de gastronomía, fútbol y conocimientos diversos de la ciudad donde radicaba la sucursal.
Catorce meses después, la firma comercial confirmó definitivamente su interés en contratar con aquel fisgón de la pluma. Aún dudoso, pese a las excelentes condiciones de la oferta, el candidato se plantó en la madrileña sede central de la compañía, en la calle Hermosilla, donde durante dos horas fue sometido a un tercer grado en presencia de tres consejeros y dos altos directivos. Concluido el “examen”, el máximo responsable de recursos humanos esgrimió un suculento contrato dispuesto para su firma. Antes de rubricarlo, el aspirante expresó su intención de seguir escribiendo en algunas publicaciones, a lo que le espetaron una unísona respuesta: “!si le quedan neuronas vivas cuando acabe su jornada!”. Preguntó después en qué medida el desempeño del puesto conllevaba algunos requisitos que afectaran a su imagen personal. “Además del obligatorio traje y corbata, nadie de los más de cuarenta mil empleados de esta compañía usa barba, porque eso es cosa de poetas y lo tenemos prohíbido”, le respondieron con cierta sorna. El candidato quedó atónito, sonriente dejó caer que a lo mejor tenía algo de poeta, se estremeció en la silla y pidió un receso para la rúbrica del contrato que se prolongó por espacio de dos semanas. No precisó meditar mucho su decisión: Si tenía que enterrar su escasa barba, pero barba como la de su añorado abuelo, y despedir definitivamente su torpe, pero liberadora pluma, qué sería de él, en qué robótica máquina transformarían su condición humana. No dudó. Rechazó con agradecimiento la atractiva oferta y prosiguió otros derroteros con diferente calado profesional, menos remunerados, pero más creativos y de mayor libertad de pensamiento. Hace unos días, el elegido candidato, que es quien suscribe, encontró sorprendido en la misma superficie comercial a un joven empleado con una tupida y cuidada barba. Ante mi curiosidad por su imagen, me dijo que no es el único barbudo de la compañía, que, al parecer, ya ha abierto un poco sus encorsetados y restrictivos criterios. Le felicité y pensé que tal vez las barbas de hoy no son las de hace unas décadas, o bien que hay barbas..y barbas.
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