Se lo escribí a Simón Ruiz mientras los más de tres mil compromisarios aclamaban a Rajoy durante su última intervención como presidente del PP: “La mayoría de los que esta tarde le aclaman hasta el delirio, mañana votarán lo contrario de lo que con tanta emoción sincera aplauden hoy”. No tenía datos objetivos, pero el ambiente que se respiraba en los salones del Hotel Marriot y el dibujo de la derrota presentida que se perfilaba en los rostros de Juanma Moreno, Antonio Sanz o Carmen Crespo delataba la bancarrota de su candidata. Cuando sugerí a Crespo la situación de incomodidad en que quedaría el presidente andaluz si no ganaba Soraya, la portavoz del partido en el Parlamento andaluz solo atisbó a responder que no pasaría nada “porque Juanma y Pablo son amigos íntimos”. Cuando en una batalla alguien apela a la íntima amistad de los contendientes es que ya ha asumido la derrota. En política no hay amigos, solo Poder y lo alcanzas o lo pierdes. La amistad es un sentimiento efímero que solo se mantiene el tiempo que duran los intereses compartidos.
Sostienen los clásicos que la cara es el espejo del alma y quizá por eso la expresión más cercana al desánimo que he observado en toda la campaña la encontré dibujada en Gabriel Amat. El político que menos se jugaba en la partida, el que, venciera Casado o Soraya, siempre sería ganador porque no se decantó por ninguno y fue exquisito en el trato con todos, no ha podido, durante estas semanas y no pudo el viernes, evitar la sombra sutil del pesimismo. Ni horas antes de la votación decisiva, cuando (¡bueno es él!), ya había conseguido que dos de sus hombres de máxima confianza ocuparan puestos privilegiados en las dos candidaturas- Ramón Fernández en la de Soraya; Javier Aureliano en la de Casado- el rostro de Amat abandonó el perfil de la decepción ante la imposibilidad de una lista unitaria. La cultura tribal de las primarias no está en los registros políticos del PP y esa es una carencia de la que todos son conscientes, aunque no se atrevan a decirlo.
Acostumbrados al cesarismo de Fraga y Aznar, la batalla de Valencia en 2004, en la que salió vencedor Rajoy frente al aznarismo de Esperanza Aguirre, solo fue un ensayo, casi un juego floral comparado con la guerra sin cuartel librada en las ultimas cuarenta y ocho horas en Madrid. De estas semanas de enfrentamiento a campo abierto pueden sacarse varias conclusiones y, casi todas, poco alentadoras para el principal partido del país. La primera conclusión es la certeza, ya indisimulable, de que el PP no estaba preparado para gestionar con inteligencia su paso a la oposición. Durante los gobiernos de Zapatero los populares supieron adaptarse, aunque con alguna patología obsesiva por las teorías extravagantes, a la salida abrupta del poder tras su impúdica gestión del 11 M. Rajoy, que hasta la mañana de las elecciones sostuvo la autoría etarra (¿obligado por Aznar y su periodista de cabecera?, no lo descarten), fue imponiendo un nuevo estilo para gestionar con los menos daños posibles aquella debacle electoral tan inesperada.
Catorce años después, el desalojo del poder tras la moción de Sánchez les ha acercado, más allá de los llamamientos protocolarios de ayer, al riesgo cierto del desconcierto y la refundación.
Porque solo el desconcierto y la desorientación explican la enmienda a la totalidad que supone la elección de Casado frente a Soraya apenas veinticuatro horas después de haber aplaudido hasta la desmesura los logros del gobierno en el que ella fue vicepresidenta. En el umbral que separa un atardecer de un mediodía, centenares de compromisarios olvidaban los últimos siete años de gestión en los que el gobierno -su gobierno-, ha sacado al país de una de las crisis más graves que se recuerdan y ha plantado cara (aunque a destiempo y tras una pasividad cercana al bochorno) al desafío independentista. Llegados a este punto, la pregunta es inevitable: ¿Por qué esta contradicción entre lo que se aplaude (la gestión de Rajoy, el marianismo, en suma) y lo que se vota (el regreso del aznarismo y el aguirrismo)?
El porqué de este por qué quizá pueda encontrarse en que, mientras Soraya personificaba el posibilismo de quien ha gobernado en medio de la tormenta, Casado encarnaba el rearme ideológico y el regreso a las esencias de quien nunca se ha visto obligado a tomar una decisión de gobierno.
Y ya se sabe: en medio de la desorientación, entre el pragmatismo de una tecnócrata y la épica de un ilusionado, la tropa siempre sigue al guerrero. Aunque corra el riesgo de que, en medio de la batalla, la bala incontrolable de un máster acabe derribándolo.
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