En un reciente artículo de mi admirado Antonio Burgos titulado "La cacatúa de Khashoggi", recordaba aquellos maravillosos años en los que coincidíamos en Marbella él, Carmen Rigalt, Ignacio Camacho y yo. Antonio e Isabel, su mujer, lo hacían porque en Marbella tenían casa sus grandes amigos, la duquesa de Alba y el matrimonio Curro Romero y Carmen Tello con los que les gustaba pasar unos días. Nosotros, porque nos enviaban nuestros respectivos periódicos para cubrir la información que generaba una ciudad que había pasado de ser el lugar donde se reunía la jet-set internacional, a otra donde empezaba a extender sus tentáculos Jesús Gil y sus acólitos, entre los que se encontraba Khashoggi, que organizaba unas fiestas que treinta años después ninguno hemos podido olvidar, por extravagantes, y por la manera de comportarse de un hombre que acabaría dando con sus huesos en la cárcel por tráfico de armas.
En una de esas fiestas fuimos invitados un reducido grupo de periodistas, con la condición de que no podíamos movernos del lugar donde el magnate árabe nos iba a recibir. Un salón enorme, en el que la pieza principal era un piano de metacrilato, que tocaba Jaime de Mora y Aragón para amenizar la espera. Llevaríamos allí unos diez minutos cuando apareció Khashoggi pequeño, rechoncho, vestido todo de blanco inmaculado, salvo el pelo y el bigote que los llevaba teñidos de negro, negrísimos. Nos presentó a Lamia, su bella esposa y a su hija Nabila, quienes en un determinado momento salieron corriendo, para volver poco después con unos extintores, gritando ¡fuego,fuego! en un castellano ininteligible. Fue Jaime de Mora y Aragón el encargado de decirnos que teníamos que marcharnos rápidamente , porque estaban a punto de llegar los invitados, y no querían que nos cruzáramos con ellos porque había vendido la exclusiva.
A empujones, nos sacaron hasta la puerta donde hicieron recuento para ver si estábamos todos. Inmediatamente saltaron las alarmas: faltaba un fotógrafo al que habíamos perdido de vista a la entrada porque, según nos dijo, quería encontrar un hueco donde esconderse para, con la luz de las estrellas, hacer unas fotos y así reventarles la exclusiva de la fiesta. No sabía que con esta gente, es mejor no jugar porque mientras nos regañaban a voz en grito por no cumplir las normas, vimos cómo dos mastines enormes daban vueltas por la mansión en busca del fotógrafo, al tiempo que Lamia corría hacía el helipuerto, vestida de largo, donde se divisaban unas llamas que intentaba apagar antes de que llegaran sus huéspedes.
Llegan los invitados En ese ir y venir fueron llegando los invitados españoles que no eran otros que el matrimonio Burgos, Jesús Quintero, Lola Flores y Antonio, Luis Ortiz y Gunilla, en fin, un grupito que al vernos en la puerta, nos invitaron a pasar con ellos a la cena. Invitación que no aceptamos porque lo que estaba ocurriendo fuera de la casa era mucho más sabroso: de un autobús empezaron a descender unas veinte o veinticinco sirenas. Ha leído bien, sirenas rubias, morenas, pelirrojas, que se las veían y deseaban para no enredarse en la cola de escamas y caer de bruces sobre la yerba. Mal que bien, todas salieron del autobús, ayudadas por un empleado de la casa, que las fue distribuyendo por el jardín, como si fueran estatuas vivientes, donde tenían que permanecer hasta que se fuera el último invitado, y ellas formaban parte del decorado. Reconozco que es la fiesta más naif a la que he asistido en mi vida.
Los comentarios de Lola En ese artículo publicado hace unos días por Antonio Burgos en ABC, cuenta lo que ocurrió en el interior de la casa, los comentarios de Lola Flores al ver la enorme tarta de cumpleaños de Khashoggi, de la que salió una cacatúa, y que portaban cuatro cocineros, seguidos de una bailarina del Lido parisino, que habían traído ex profeso para la fiesta, a quien acompañaban los miembros de su ballet. Momento que Lola describió con estas palabras: "Mira, Antonio el dinero que ha hecho este gachó vendiendo triquitraques. Que ni yo con mi arte, ni tú con tu pluma, toda la vida deslomaítos de trabajar, hemos podido tener para comprarnos una cacatúa".
Es cierto que eran otros tiempos, no tan lejanos, mediados de los ochenta, cuando ya Miguel Boyer había renunciado a la cartera de ministro por el amor de una mujer, Isabel Preysler. Momentos maravillosos que grabamos en nuestra memoria a fuego. Bien es verdad que no había móviles, y la memoria era parte fundamental de nuestro material de trabajo.
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