Es muy posible que el miércoles se me escape algún lagrimón cuando me esté abrochando por última vez la escandalosa camisa de grandes flores rojas que me he puesto cada vez que ha toreado Ruiz Manuel: mi uniforme ruizmanuelista. El fin de la camisa será el de una pasión mía. Y que se acaben las pasiones es malo.
Aquel niño que la primera vez que fue a los toros, en Barcelona, sintió envidia mientras todo el mundo aplaudía y se dijo “si ese hombre puede, ¿por qué yo no? Yo quiero ser ese hombre que veo ahí, ese torero”, ya se ha asomado tal vez demasiado al abismo y revelado muchas veces su misterio en los ruedos -“torear es tener un misterio, y decirlo”, sentenciaba Rafael El Gallo- desde que ingresó en la Escuela Taurina de José A. Martín, a los nueve años se puso delante de una becerra, el 11 de octubre de 1987 vistió su primer traje de luces, el 21 de julio de 1991 debutó con picadores, el 30 de julio de 1995 tomó la alternativa… Después de haber toreado veintitrés años en la Feria de Almería, ganado tres Capotes de la Virgen del Mar al triunfador, salido seis veces por la Puerta Grande, la de 2011 especialmente emotiva, llevado a hombros por sus alumnos de la Escuela Taurina hasta el Gran Hotel, Avda. de Vilches, Calle de Granada, Puerta de Purchena y Paseo abajo; los Festivales organizados, a Plaza llena, para la Asociación contra el cáncer; la Escuela Taurina, que dirige…
Tengo la suerte de ser amigo íntimo de Manuel Ruiz Valdivia, pero no del torero Ruiz Manuel porque, para mí, los toreros son seres sobrenaturales que no pueden tener amigos terrenales. El miércoles, se despedirá el torero, quedará el amigo.
He viajado con él a América y a Francia donde he tenido la dicha de sentir sus triunfos –no soy espectador, soy sentidor: como si estuviera metido, con el torero, en su traje de luces y como si mi corazón y mi pasión fuesen los suyos; por eso digo “toreamos”: el toreo es una comunión de sentimientos, una fiesta coral, en la que el público no es juez, sino protagonista, junto al toro y el torero- y he comprobado cómo los toreros son ídolos, sacerdotes de una religión pagana con devotos apasionados. Algo ya definitivamente perdido en España. ¿Una prueba anecdótica? En el aeropuerto de Quito le hicieron el pasillo y no tuvimos que pasar el control de pasaportes. Yo, por si las moscas, cogí el fundón de los estoques y salí con él.
Y he tenido, en esos viajes largos, el privilegio de convivir semanas con el hombre… y con el torero, y de ser depositario de sus inquietudes, ilusiones, miedos y confesiones más sinceras. Y de comprobar su casta.
En el anfiteatro romano de Fréjus (Francia) –cuya capilla preside una imagen de la Virgen del Mar, tomada de su capote de paseo- tras un viaje inolvidable con su abuelo, un personaje irrepetible, apenas salido su segundo toro, él ya en el ruedo, tuvo la presencia de ánimo de volverse hacia mí, apoyado en el burladero, y decirme: “No te gustaría ser un glóbulo rojo de mi sangre en este momento”, e irse a por el toro.
Y me sobrecogió su grandeza, su torería, su vergüenza torera en Quito, cogido por su segundo toro -ninguna otra profesión exige sangre a cambio de gloria, es la grandeza épica del toreo- cuando entré en la enfermería de la Plaza, y verlo cubierto sólo con una sábana blanca, el traje de luces liado en un hatillo sobre una banqueta: apenas dos horas antes le había ayudado a vestirse de torero y, en el ruedo, me había emocionado toreando como un ángel poderoso vestido de grana y oro mientras el Presidente ordenaba que sonase la música en su honor y el público, enfebrecido, gritaba “¡Que chupe Quito”!... Y verlo allí y así...
Con un nudo en la garganta y el corazón tiritando, pese a estar a mediodía y en pleno ecuador, aparentando -eso quise, al menos- la mayor tranquilidad, le pregunté:
-¿Qué sientes, torero?
Y, sonriendo, con un gesto resignado, me dijo:
- Que se me hayan ido los trofeos.
Claro que, para compensar, ya convaleciente, nos fuimos a darle naturales a la línea del Ecuador.
Y cómo vivimos el zambombazo de la Plaza Méjico, la más grande del mundo: aún se me pone el pelo de punta cuando recuerdo cómo crujió la Plaza con el toreo de Ruiz Manuel. Tanta fue la pasión despertada que tardó treinta y cinco minutos en poder abandonar la Plaza, asediado su coche por cientos de espectadores enfebrecidos. Fue el Maestro Chucho Solórzano quien lo puso en franquía: lo despidió con un lentísimo natural dado con su mano abierta mientras decía: “¡Felicidades, Maestro!”
Claro, repitió cinco tardes porque, allí, como en Francia, las corridas se ganan en el ruedo.
He tenido el privilegio de seguir toda su carrera, paseando por los ruedos del mundo, incluidas once tardes en Las Ventas, su toreo clásico, auténtico, hondo, natural, rondeño, con ese pellizco de sal y de azahar que le da el Mediterráneo.
Y de conocer su filosofía del toreo: “Los toros son una comunión entre torero, toro y público, un diálogo entre el torero y el toro –¡cómo recuerdo los que mantuvo con los enrazados Boceto, Draco, Caminante, y con el bravo Picardío- aunque llegar o no a un acuerdo, es otra cosa. Al toro se le puede obligar convenciéndolo; por la fuerza, no. El toreo es un entendimiento, es muy sensible, todo lo contrario de la rudeza que se le atribuye. Yo necesito un toro con poder, que se sienta sometido. Al toro le miro la mirada, no los pitones ni las orejas. El toreo y mi vida van unidos. El toreo es una forma de vida, mi forma de vida. El toreo es sentirse: cuando cuajas un toro, el otro te sobra. Cuando te sacias con un toro, y te rompes. Como haya sido el primero, te preguntas: “Y ahora, ¿qué hago yo?” Es como si te hubiesen vaciado, absorbido. No te queda nada. El toreo entra por los ojos, pero sale por los poros de la piel. Los colores del traje de luces dicen mucho de la intención. El momento en que estás delante del toro solo en la Plaza es el único instante verdadero. Eso, es mágico. El tú a tú del animal y la persona… Además de torero soy aficionado”
El miércoles, todo eso se acaba. Pero, antes, todos seremos Ruiz Manuel, almeriense de El Zapillo y tanto como El Cañillo, todos seremos toreros, torearemos juntos torero y afición; él nos transmitirá su sentimiento y su arte, mientras suenan sus pasodobles, el de Pepe Nieto, el de Paco Urrutia, jugándose la vida en cada pase y defendiéndola, sólo, con su sentimiento, cosido a un trozo de percal o de franela, y nosotros, la afición –especialmente sus hijas, Paula y María, Toreras- le transmitiremos al torero, con cada olé, nuestra ilusión y nuestro sentimiento ante esas esculturas etéreas que duran, en la realidad, apenas décimas de segundo pero en la memoria de nuestro sentimiento quizá toda una vida, esas obras de arte irrepetibles.
Ya, sólo queda que la Virgen del Mar nos eche, a todos, su capote protector y benéfico. Sin duda lo hará, como siempre, y viviremos, todos, un grandísimo día de Toros… y de Torero para siempre, porque se despedirá –de la afición, y la afición, del Torero, sí,- de su profesión habitual, pero no se cortará la coleta: se es torero para toda la vida y él sólo sabe vivir en torero.
Almería será, artística y románticamente, más pobre. Yo me quitaré su camisa, cuyo destino será el esportón de los recuerdos del torero.
Me quedará el recuerdo de muchas de sus faenas y llegar a la locura maravillosa de soñar faenas que jamás ha hecho.
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