El hombre de la mesa cuatro termina la cena en el bar y se levanta sin haber acabado aún de empujar, de un plato a otro, todos los desechos de comida con la cucharita del café. Está de pie, delante de la barra con la bandeja en la mano, su postura recuerda al cuadro de Millet, El Ángelus. Se pasa una servilleta de papel por la comisura de los labios, la dobla varias veces cuidando de que las esquinas coincidan y la coloca debajo del tenedor. Se sacude entonces las migas de pan de las yemas de los dedos, frotando unos contra otros con un gesto circular. Lleva la bandeja como una ofrenda, la coloca sobre la barra. En ese momento la camarera le dice que no hombre que no, que para qué se molesta, que la bandeja ya la recogía ella. Si no cuesta nada.
—Por eso la cojo yo.
¿Lo de siempre?, le pregunta la Sole mientras, tras retirar la bandeja de la barra, se aleja en dirección a la cocina cruzando una cortinilla fabricada con hilos y cañas de bambú. Una de las tiras de la cortina roza la cucharita del café y ésta cae al suelo, tintineando ruidosamente por culpa del silencio. La mujer de la mesa cinco, que ya no está en la mesa cinco, sino en la barra, al fondo, mira. Mira porque todo el mundo mira cuando algo se cae al suelo. Las cosas que se caen nos llaman la atención. Pero el hombre de la mesa cuatro no se inmuta, ni mira. Pide un gin-tonic y dice que en realidad no le gusta el gin-tonic, si lo pido, dice, es sólo porque es transparente y no soñaré.
Cuando, con un ademán como de repetir en el comedor del colegio, pide el segundo gin-tonic, el hombre de la mesa cuatro le dice a la Sole que le sirva otro a la mujer de la mesa cinco, la que está dos taburetes más allá, en la barra. Brindemos por eso, dice la mujer levantando su copa para agradecérselo. Diez minutos después el hombre de la mesa cuatro levanta de nuevo dos dedos haciendo una señal inequívoca a la Sole y ésta les sirve dos más. Gracias. A mí tampoco me gustan, dice ella balbuceando con la lengua algo entrapada, su ropa está un poco desgastada, se lo acerca a los labios y dice «en realidad, no me gustan las cosas amargas, porque lo amargo siempre ocurre al final y eso deja mal sabor de boca. En cambio, esto es amargo desde el principio y ya sabes cuando lo empiezas cómo te sentirás al final. No te llevas ninguna sorpresa cuando terminas. La amargura desaparece cuando se comparte, y eso a veces es el amor».
El taburete
La mujer de la mesa cinco, no sin dificultad, baja de su taburete y se sienta junto a él, en el taburete que aún los separa. Levanta el dedo llamando la atención de la camarera y pide, esta vez ella, dos copas más. Cuando les traen los dos gin-tonics levanta el vaso y, girándose hacia él, dice que con ese ya van tres, que por fin podrán dormir tranquilos, y brinda por los sueños que no recordarán. Sin girar la cabeza él murmura algo entre dientes, y ella, que no lo ha oído bien, le acerca la cara con curiosidad para poder escuchar lo que ha dicho. El hombre de la mesa cuatro le susurra que esa noche estaría con ella toda la vida, pero que ni un minuto más. Y le deposita un beso en la mejilla. La que ella le había acercado al oído. La mujer de la mesa cinco tose y suelta una carcajada, el gin-tonic casi se le sale por la nariz y se siente, después de tantos años, ruborizada. Se da cuenta de la trascendencia de aquel segundo y adivina que sobre el aire flota una pregunta a la que ha de dar respuesta. Le devuelve el beso en la mejilla, pagan y salen del bar sin hablar.
Al salir se detienen un momento en la puerta para evitar al camión que, aunque llueve, riega la acera. Y ella, mirándose las salpicaduras de agua en la punta de los zapatos, le pregunta si tiene algún sitio donde dormir. No me refiero a hoy, me refiero a siempre. Y el hombre de la mesa cuatro dice que no con la cabeza agachada, otra vez dentro del cuadro de Millet. Caminan unos minutos sobre la acera recién mojada dos veces y suben a un piso. El hombre de la mesa cuatro se siente nervioso como un adolescente.
Traga saliva y, en ese preciso instante, al pulsar ella la luz del pasillo, comprende que está en la casa de alguien que sufre el síndrome de Diógenes. Siente rabia y furia. Quiere marcharse de allí, pero se queda detenido en la entrada. El angosto pasillo está jalonado de mesitas de noche, pares de zapatos usados y jarrones muy feos. La pared está llena de perchas de las que penden abrigos de todas las tallas. Hay láminas y cuadros con los cristales rotos apoyados en los rodapiés.
—Yo no soy un desecho —le grita cogiéndola del antebrazo—. Guardas todo lo que ya ha sido usado, guardas lo que los demás no quieren, lo que no sirve para nada. Guardas la mierda que los demás tiran porque les parece poco para ellos. Por eso me has traído aquí.
La ira lo abandona y su lugar lo ocupa la decepción. La decepción es la ira de los que no luchan, recuerda. Ella se acerca a él como a un niño y con dos dedos le levanta la barbilla. Le dice, mirándolo a los ojos, que jamás ha recogido nada que no necesitara. Le dice que lo ha observado durante meses cenar en el bar de la Soledad, que simplemente estaba esperando a que un día se le acercara.
—Puedes creerme, nada de lo que ves aquí es basura, al menos no lo es para mí —y lo besa dulcemente en la boca.
Le complica un poco el pelo, desordenándoselo con las manos, y él se da cuenta de que, por primera vez en años, está vivo. Sabe que necesita sentirla bajo su piel y la coge de la mano, sorteando por el pasillo, camino del dormitorio, todas las bolsas y objetos que ella, antes que a él, había salvado de la calle.
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