Almería, admirable

Fausto Romero-Miura
14:00 • 18 nov. 2018

El sábado de la semana pasada se celebró el Día de la Provincia en el magnífico auditorio de Vícar, lleno a reventar, en un acto sobrio y solemne, austero y elegante, en el transcurso del cual se me impuso la Medalla de Oro de la Provincia, en la que ni en el más loco de los sueños  pude pensar y que ha sido la mayor emoción social de mi vida.


Entendí su concesión como una manifestación de amor correspondido, “la vocación de quien conoce y ama a esta tierra porque conoce y ama a sus gentes”,  como se dice en la resolución, y por haber sido partícipe activo, en tal concepto, de la Transición.


No cabe honra mayor que ver correspondido el amor, de toda mi vida, por la tierra en que nací y siempre he vivido de manera apasionada. Una tierra de todos cuyos puntos cardinales hay algo importante en mi vida: nací en la capital porque mi abuelo, que era ginecólogo, tenía aquí su sanatorio, y quería hacer el parto de su hija. ¡Cómo sería que, apenas nacido yo, se desmayó y, joven aún, decidió jubilarse! Nací, pues, dando guerra. Crecí en Berja, un poco salvajemente, y en la que fui el niño más feliz del mundo; y el colmo de mi felicidad llegó hace pocos años cuando recibí el emocionantísimo honor de que Macael me nombrase hijo adoptivo. La provincia entera, a la que no sólo quiero sino que admiro, está en mis genes.



Y como he repetido mil veces que en la vida se está para servir o no se sirve para estar, tuve un breve –pero no pobre en realizaciones- paso por la política, y he intentado actuar siempre como luchador de una lamentablemente inexistente sociedad civil, alentando su creación para el ejercicio de nuestros derechos de ciudadanos: la ciudadanía de Almería no es lo suficientemente activa ni constante ni unitaria, no se hace oír lo suficiente. Los almerienses, como pueblo, siempre hemos tenido  baja la autoestima, lo que tal vez se derive de nuestra pobreza secular: como hemos sido pobres nos hemos conformado con lo que nos han dado, no hemos sabido reivindicar lo que nos pertenece. Y, sin embargo, Almería es hoy un ejemplo perfecto de los mejores aspectos de la globalización. 


Tal vez haya sido yo un poco agitador cultural, político y social, y me he afanado en defender la mismidad de Almería, su identidad singular y diferente, y su voluntad, tan pocas veces respetadas.



Y expuse en mi discurso que la gozosa realidad de la Almería de hoy –en continuo progreso- se debe, exclusivamente, a la enorme capacidad de trabajo de los almerienses, de familias enteras, de los empresarios, de los políticos… que han levantado Almería con su sabiduría, con su apuesta permanente por un futuro sólo al alcance de visionarios ilusionados; a su infinita capacidad de sacrificio. En definitiva, con algo desconocido hasta hace poco en la provincia: la autoestima. Ningún favor ni regalo tenemos los almerienses que agradecerle a nadie ni a las Administraciones públicas, que limitan más que fomentan su desarrollo. Ni aún en los peores momentos de los que Almería ha vivido muchos: es la más tenaz luchadora que conozco.


Y todo ello, a pesar de que en Almería está prohibido destacar. Es como si hubiese hecho suya la afirmación de Maquiavelo de que el sabio tiene que parecer tonto. En Almería, a quien destaca, llega el cristobica de turno y le agacha la cabeza de un cachiporrazo. 



En 1973 escribí una autobiografía de Almería, titulada “Memorias de una Tierra dormida”,  -premiada en el I Día de la Provincia- que editó el añoradísimo José María Artero.


Es Almería la que habla, y en su última página, dice: “Debéis luchar, hijos míos, pues lamentarse no sirve para nada. Debéis ser vosotros, vosotros solos, mis hijos, quienes labréis vuestro propio futuro, luchando con rebeldía...” Y citaba el consejo que Abén Charaf de Berja, dejó escrito mil años antes: “Procurad confiaros más en vuestras propias fuerzas, por pequeñas que sean, que en las de vuestros amigos, por grandes que parezcan; porque el hombre vivo, sostenido por sus propias piernas, que no son más que dos, es más fuerte que el muerto llevado por las piernas de quienes lo conducen al cementerio, aunque sean ocho.”   Y finalizaba con este grito: “¡Haced, trabajad, afanaos. Gritad. Trabajad, trabajad, trabajad.” 


Es innegable que, como buenos hijos, hemos seguido el sabio consejo de nuestra buena madre de ser emprendedores: cuarenta y cinco años después de “Memorias de una Tierra dormida”, ni Almería misma se reconocería en nada, salvo en su alma: Almería ha vuelto a ser vanguardia. 

Para los almerienses, cada día del año habría de serlo de la Provincia, del alma de Almería.



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