Desde la escritora Concepción Arenal, en el Siglo XIX, hasta hoy, todos los reformadores sociales han insistido en que las cárceles deben servir para rehabilitar al delincuente y no para cualquier tipo de vindicación o similar.
A tenor de resultados como los de Bernardo Montoya, asesino confeso de la joven Laura Luelmo, no parece que esa rehabilitación y posterior reinserción en la sociedad sea un logro habitual de nuestro sistema penitenciario. El hombre, tras haber cumplido pena de diez años por el asesinato de una anciana en 1995, amén de otras condenas por diversos delitos, ha matado de nuevo y ha declarado: “No me dejéis salir de la cárcel porque lo volveré a hacer”.
Ya ven. Ni siquiera los presos a quienes se conceden permisos de excarcelación por su buena conducta están exentos de este riesgo, como se ha demostrado en varias ocasiones. Ahora mismo, se halla en orden de busca y captura Francisco Mejía, huido durante un permiso penitenciario, que estaba en prisión por haber asesinado a su mujer en 2004 y con órdenes de alejamiento de otras dos mujeres.
No es que las cárceles españolas sean las peores del mundo. Al contrario. Algún veterano usuario de las mismas ha llegado a reconocerme que, para él, son las mejores. Aun así, insisto, parece muy lejano y quizás inalcanzable el propósito de reinserción social.
Por eso, se trata de un debate en el que debe participar toda la sociedad. No sólo en el tema de la prisión permanente no revisable, sino en la congruencia de los castigos, el tipo de condena, la oportunidad de los permisos penitenciarios, la prevención de delitos, la aplicación de penas accesorias, el control de excarcelaciones provisionales o anticipadas…
Todo un mundo aún por explorar.
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