Un contenedor quemado cada día

El pellejerío es, a Almería, lo que la clorofila a la selva amazónica: torrente fundacional de un vigoroso ecosistema de averías. Y así, la otra mañana nos despertamos con el raro privilegio de ser una de las ciudades españolas en la que más contenedores se queman por gusto. Por el incomprensible gusto de bordear la catástrofe, digo. En lo que va de mes han ardido (al menos hasta la hora de escribir estas líneas) un total de 29 contenedores de residuos urbanos, lo que nos sitúa en el lamentable promedio de un incendio callejero al día y en un deterioro de la hacienda municipal superior a los 30.000 euros, pues a los mil que nos cuesta cada envase quemado hay que sumar la reparación y limpieza de las puertas de la ermita de Torregarcía, que ha sufrido dos intentos de incendio en las últimas semanas. Y naturalmente, vuelven a alzarse las voces que claman por incrementar la plantilla policial y llenar las calles de cámaras, como si la única manera de poner coto a este hierro berrendo fuera contratar alguaciles para montar guardia junto a cada papelera, pedestal o jardín urbano, o instalar cámaras por toda Almería para que un Gran Hermano escrute los movimientos de todos los ciudadanos y quede constancia de las andanzas y desplazamientos de todos y cada uno de nosotros. Sé que hay quienes están sinceramente convencidos de la utilidad real de estos dos sistemas para acabar con la plaga del salvajismo callejero, pero temo que esa línea de actuación tan sólo supondría gravar con más gasto público algo con lo que no se puede acabar sin que medie la poderosa y despreciada herramienta clásica de construcción de sociedades: la educación en valores. A toda esta fauna de insolvencia ética y económica que consideran el incendio, la pintada o el destrozo como algo divertido o irrelevante, se les puede identificar, multar y detener una y mil veces, pero lo que hay que intentar es que nadie llegue a cierta edad sin haber estrenado el cerebro.