Como el gimnasio y yo hemos entrado en esa etapa fangosa previa al divorcio, que en la revista “Hola” suelen traducir como “momentos de reflexión y distancia” entre una pareja de ringo-rango, trato de practicar un ejercicio de distensión física y mental que a mí me ofrece grandes resultados. Se trata de reunir a un grupo de amigos para descorchar con cariño alguna cosita razonable y dejar que la sobremesa se convierta en un certamen verbal de incorrecciones políticas. Pero de las gordas. De esas que provocarían soponcios a la brigada de ofendidos de guardia. No sabe usted cómo tonifica eso. Los participantes, padres y madres que estamos en una media de edad suficiente como para haber conocido la llegada de la tele en color, salimos con la serotonina por todo lo alto y las mandíbulas pidiendo hora en el maxilo-facial. El espectro ideológico es amplio, pero todos coincidimos en algo: reconocer la suerte que tuvimos por pasar la adolescencia sin redes sociales. Y del mismo modo que Mari Trini cantaba -allá por el pleistoceno medio- eso de “quién no escribió un poema huyendo de la soledad”, me pregunto quién a los quince años no abrazó alguna majadería que, leída ahora, nos empujaría a decidir entre el alipori y el harakiri. Pero la desgracia de la muchachada actual es que han crecido con el móvil en la mano y todas esas pulmonías que antes gritábamos ahora las dejan por escrito en sus redes sociales. Y claro, en Elecciones siempre hay quien se encarga del entretenidísimo trabajo de pasar el cedazo por las cuentas de los candidatos, a ver si entre miles de irrelevancias pillan alguna parida de esas que esculpen el calentón del momento en el frío mármol de la posteridad tecnológica. Habrá quien quiera darle cancha al tema, pero mientras cogen la antorcha, piensen si merece la pena una sociedad en la que tenemos que fingir para sobrevivir a la transcripción sin filtros de nuestro pensamiento bruto.
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