Días atrás, la noche me buscó en la conversación interminable con un paisano de ruda estampa y tozudez filosófica de primitivo origen. Desde su particular concepción de la Naturaleza, amén de otras muchas consideraciones acerca de la vida –humana y de animales-, el paisano en cuestión, campesino autodidacta y cazador empedernido que dícese ecologista, trató inútilmente de aplicar razonamientos a actitudes, ideas y planteamientos que pueden encasillarse en cualquier espacio del universo, menos en el del intelecto humano. Experto manijero de rehalas , mi interlocutor arguyó un pragmatismo exacerbado que escapa a las entendederas de cualquier ser mínimamente sensible respecto a la dicotomía vida-muerte. Justificaba el rehalero la solución más eficaz para cualquier perro de sus colleras que no resultara eficiente en las monterías compartidas, con una argumentación tan básica como criminal: si, supuestamente, el perro no cumple su cometido, es decir, no sirve para detectar a sus presas porque le falle el olfato, la vista y el oído, en tal caso el animal, que es alimentado y mantenido por su dueño, no responde a las expectativas depositadas en él por el perrero, no debería tener derecho a seguir con vida y, consiguientemente, cambiaría de rol por decisión única del “racional” propietario, de can de caza pasaría a ser presa que morirá, en ausencia de juicio sumarísimo, por los plomos “piadosos” disparados por su dueño y señor. Por lo tanto, la única razón de la existencia del animal es la utilidad de su raza, no cuenta su condición de ser vivo protegido por la legislación de los países civilizados. Mis oídos ensordecieron, definitivamente, cuando tan abominable y deleznable teoría debería aplicarse también, según el rehalero, al ser humano que falte a su condición.
Alejado de tan destructiva mente, recordé “Muerte de perros”, una de las obras escritas por el Premio Cervantes, Francisco Ayala, en el exilio latinoamericano, que el autor amablemente me dedicó en su casa de Madrid, poco antes de morir. Por un instante me creí ciudadano del pequeño e imaginario país tropical, escenario creado por el novelista, donde la degradación y la dictadura aderezan el relato, en el que hay una alternancia permanente de lo trágico y lo grotesco, junto al melodramatismo de unos episodios que resultan patéticos y lagrimosos; un drama que se proyectará en el ambiente que lo ha determinado, y donde muerto el perro no se acaba la rabia.
El episodio nocturno me dejó moralmente noqueado. Sin embargo, la mañana me encontró, gracias al Escolano Tomás, una historia antagónica respecto a los postulados del resolutivo perrero. La carta de mi tíoabuelo Segundo Reche, dirigida a su tía Isabel, fechada en seis de diciembre de 1914 en Almería: “Mi querida Chacha: Ésta es para mandarte un perro galgo que me ha regalado un amigo. Te lo entregará el dador de ésta, Cachipuche o Curro. Te lo mando a ti porque ya sabes que mi madre no quiere más perros, y si se lo llevan sin estar yo lo coge y lo regala; así es que tenlo tú hasta el viernes, que tendré el gusto de abrazaros. Que no se entere mi mamá que te lo he mandado, pues cuando yo vaya todo se arreglará. Que lo tengas cuidado y le pones una soga para que esté más largo y lo sueltas todos los días un ratito, pero que estés tú delante no se vaya a perder. Lo sueltas en el huerto para que haga sus necesidades, pues es muy curioso y atado no las hace (no te encargo nada con el perro, pues me dan quince duros y no lo vendo). Se llama Castigo, así que cuidado con el perrito, pues dicen es de lo mejor. ¿Verdad que es muy mono?...!No te digo nada con el perro, que es mi ojo derecho ¡..”
Sé que Castigo, el ojo derecho de mi tioabuelo, vivió feliz muchos años hasta que murió de viejo. Más de un siglo después, de sus colegas de la rehala de mi interlocutor no sé cuánto tiempo ni cuales sobrevivirán a la irracionalidad de su dueño exterminador. Ellos y Castigo no han tenido idéntica suerte, una suerte de perros.
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