Los modernos bolardos de hierro que hoy surgen del asfalto como flores mecánicas, activados por un mando a distancia, tuvieron como antepasados a los humildes marmolillos de piedra que durante siglos formaron parte de los callejones del centro de la ciudad.
Los marmolillos sobrevivieron hasta los años ochenta, cuando prácticamente no quedó una sola calle por la que no pudiera circular un coche. Se convirtieron en un estorbo para el tráfico y fueron eliminados, aunque todavía, en algún rincón perdido de los barrios más antiguos, es posible encontrarse con los restos de uno de aquellos pivotes de piedra que terminaron protegiendo las esquinas de algunas viviendas.
Para los niños de antes, los marmolillos formaban parte de nuestro paisaje cotidiano y como ocurría con todos los elementos que encontrábamos en la calle, los acabábamos incorporando a nuestro inventario de juegos y entretenimientos.
Los niños de la Catedral teníamos la costumbre de ir a saltar el marmolillo que existía en la calle de Cisneros, en la entrada por la Plaza de Bendicho. Unos saltaban por encima del poste de piedra sin tocarlo y otros lo hacían apoyando las manos como si fuera un potro. Aquel marmolillo tenía la superficie brillante y resbaladiza debido a la erosión de los años, de tantas manos de niños que se posaron sobre su piedra, de tantos traseros que lo convirtieron en un improvisado taburete callejero.
El marmolillo de la calle de Cisneros arrastraba una larga historia sin que nosotros lo supiéramos. Tenía una nobleza adquirida, el poso de los años reflejado en sus cuatro caras, como los viejos monumentos. Ninguno de los niños que tantas veces lo saltamos sabíamos que aquel pretil macizo formaba parte de la historia de la calle como sus viejos edificios. Estaba allí, resistiendo el paso del tiempo, desde el invierno de 1904, cuando el ayuntamiento decidió invertir veintisiete pesetas en la colocación de un bolardo que sirviera para proteger la integridad de las casas y de los vecinos de aquel entramado de callejuelas que desde la Plaza de Bendicho serpenteaban por el Rincón de Espronceda. Unos años después, en 1908, se colocó un segundo bolardo de piedra en la calle de Cisneros, éste en la esquina de entrada a la desaparecida Plaza del Lugarico.
Los marmolillos eran los guardianes de las calles estrechas, el recurso que se utilizaba para impedir que los carros transitaran por los callejones más angostos. La historia de las calles de la ciudad está sembrada de marmolillos. En 1897 las autoridades tuvieron que instalar uno de grandes dimensiones en la esquina de la Glorieta de San Pedro con la calle Leal de Ibarra (antes Vargas), para salvaguardar la integridad del edificio, seriamente dañado por el roce de los carruajes.
En 1880 ya existía el marmolillo que cortaba el tráfico en la muy estrella calle de la Wamba, donde hoy está la bodega de Las Botas. En esos años finales del siglo XIX se desató una polémica entre los vecinos de la calle Torres que se oponían a la propuesta del concejal Andrés Leal de Ibarra de instalar un marmolillo en la calle del Lirón.
Fue muy célebre en aquel tiempo el marmolillo de la calle Trajano, que se pasaba más días tumbado que de pie. En 1893 un grupo de vecinos se quejó al ayuntamiento porque habían arrancado el pretil y un carro, de los que llevaban el carbón a domicilio, ocupaba a diario la vía por donde apenas podían pasar los transeúntes.
Muchos de aquellos marmolillos sobrevivieron durante más de un siglo, como el que había en la Plaza Flores, esquina con Hernán Cortés, el de la Plaza de Marín, el de la calle Ricardos o el que desde 1919 existió en la esquina de la calles Descanso y Ulloa, del que todavía quedan en pie los últimos vestigios.
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