Hace unos días tuve una reunión de trabajo en uno de esos edificios, supuestamente sostenibles, lleno de sellos y placas en las paredes que, aparentemente, acreditaban ese respeto por el medio ambiente y un consumo energético mínimo que suelen ser la base de las certificaciones de arquitectura sostenible. Cuál fue mi sorpresa, cuando me hacen pasar a una sala de reuniones con un calor insoportable, donde entraba el sol a cañón y el aire acondicionado estaba funcionando a la máxima potencia.
Esta situación me llevó a pensar en lo que nos cuenta Monica Cavallé, en su libro, La sabiduría recobrada, aunque ella lo refiere a las personas: “las ideas inertes y las personalidades incoloras -las de quienes propugnan ciertas ideas o creencias, pero no irradian eso que sostienen o enseñan- no pueden satisfacer, a largo plazo, nuestro anhelo profundo de ser. De aquí proviene, en gran parte, el escepticismo de nuestra época. Estamos saturados de ideas y palabras, pero vacíos de ser, de realidad, y carentes de referencias de integridad”.
Sucede igual en la arquitectura y más concretamente, en esa llamada “arquitectura sostenible”, en la que yo creo firmemente cuando es plena y auténtica, cuando es genuina, pero en la que muchas veces nos dan gato por liebre.
Muchas empresas promotoras usan la “sostenibilidad” como un elemento de marketing para aumentar las ventas sin importarle, de verdad, el fondo del asunto. La consecuencia es clara: Con el tiempo, se produce una alta incredulidad en los usuarios finales porque no terminan de ver la relación directa entre el diseño, supuestamente basado en criterios sostenibles (o lo que es lo mismo, un buen diseño arquitectónico) y una mayor calidad de vida y ahorro económico.
Por otro lado, a gran parte de la sociedad actual, y me circunscribo especialmente a la española, le cuesta creerse que la reducción del CO2 a la atmósfera, tener una mayor calidad del aire o un buen diseño de la iluminación natural en los edificios pueda tener una repercusión real y a corto plazo en la calidad de vida de las personas además de suponerle un importante ahorro económico. Este problema, bajo mi criterio, tiene su raíz en una falta de comunicación eficaz que transmita de la forma adecuada a la sociedad las ventajas de estas buenas prácticas, en la falta de referentes próximos y adecuados y en el compromiso real por parte de las administraciones.
En definitiva, hay demasiada “arquitectura incolora” -esa que aparenta sostenibilidad- que está perjudicando las buenas prácticas arquitectónicas y ha convertido al término “sostenibilidad” en un vocablo vacío, sospechoso y denostado.
Tenemos que recuperar la “arquitectura sostenible”, como esa ARQUITECTURA con letras mayúsculas que tenga en cuenta todos esos criterios medioambientales, económicos y de confort que contribuyan, de verdad, a mejorar el bienestar del usuario final además de ayudar a la estabilidad de nuestro planeta.
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