Otoño de ausencias

José Luis Masegosa
00:32 • 23 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 23 sept. 2019

Mece una fresca brisa septembrina los plátanos del Paseo, ahora que abre sus puertas mojadas el otoño dorado en Los Vélez. Alguna que otra prematura hoja caduca revolotea sobre los adoquines huérfanos en un desconocido itinerario hacia nadie sabe dónde. El  mediodía se desnuda a esta hora calma en el parque, donde perenne habitante, Dionysos, bautizado Chiribello por el poeta, adivina bajo los álamos blancos la ausencia física de su nominador. Paisaje inspirador del poema “Melancolía”, una profunda reflexión acerca de la belleza y el paso del tiempo: “…En mi pagana ofrenda he acariciado el torso, las heladas bellezas de este mancebo dios y un vendaval de muertos me transitó la sangre, sentí bajo mis plantas removerse los siglos de mi gente perdida que me cita y aguarda bajo los labrantíos… Estoy triste y quizá me sentó mal el vino, y no es bueno sentirse triste y mediterráneo”. 


 La mirada perdida de un sabio anciano , sentado a pie del consistorio, se adentra entre las sombras arbóreas que trazan un intrincado laberinto por donde la olvidadiza memoria  juega al escondite. Al mismo juego burlón que se prestó, hace unas semanas, el rayo que ha alterado las instalaciones eléctricas de la iglesia del pueblo, su pueblo, cuyo reloj enmudecido ha dejado en la orfandad al ritmo cotidiano de las horas. Unas horas monótonas e inalterables en la cerrada casa del poeta, en la calle Constitución, tanto tiempo ha, carente de la Palabra de su principal morador: “Quizá cuando en la infancia se descubrían los cielos, y el aíre quieto alzaba sus pájaros azules, ya estaba la palabra ensayando sus formas de volar desnudando la carne del harapo, presintiendo ser única al sentirse elegida. Primero de puntillas, con el miedo y el gozo de ese niño que ensaya el andar…y de pronto balbucea su sorpresa al encontrarse erguido. Como al pájaro joven que le crece su música a la par que las alas, y en el primer arpegio de su flauta dormida descubre el universo. Así, soñando hacer la vida más hermosa, intentando lograr un relato de esencias, poniendo un nombre nuevo al alma de las cosas”.


Caen los rayos del sol, pasado el mediodía, en las calles de Chirivel, donde besan las alfombras de almendra en la antesala de las casas, donde aún se deja sentir la tibieza de este otoño de ausencias en el corazón del pueblo que  amó, tal vez liviano en los asombros que a él tanto impactaron.  En el cementerio,  al final de un laberinto de blancas cruces, de lápidas y nombres, se yergue el panteón familiar, junto al añejo descanso de los antepasados, del abuelo Juan, el predilecto, y de tantos otros. En el último nivel reposan los restos del poeta, a quien, un año después de su fallecimiento, tantos tributos y reconocimiento penden, tantos “peros” de los galardones nunca otorgados, como el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, para el que Julio Alfredo siempre estuvo en la nómina de todas las ediciones, o la más que merecida Medalla de Oro de Andalucía que siempre durmió en el olvido de la incomprensión.  Bajo su sepultura, el amor (“fue descubrir la aurora, un levante de auroras, quietud de sol, recién nacido en la primera página del día, perenne el instante del primer parpadeo de ese sol conquistado. Se llamaba Patricia, se llama Patricia, se llamará Patricia”) . Pese a tantos olvidos, no se han borrado, Julio, el cariño, el afecto y la amistad de quienes tuvimos el privilegio de sentirnos a su lado, porque serán eternos, como eterna es la paz de su descanso junto a su compañera, porque , como reza su epitafio en este lunes de otoño de ausencias, en todo atardecer amanece.







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