Aquella mañana de otoño Isabel se levantó temprano. El paso de los días no había logrado disipar la sombra inquietante de ausencia y miedo que le rompió el alma aquel amanecer en el que su marido partió hacia el frente. Arregló al pequeño Pablo, su único hijo hasta entonces, y a pesar de las molestias inevitables de un embarazo que ya había frisado los siete meses, se sentó, como cada día, delante de la rudimentaria máquina con la que desde hacía años tejía calcetines de algodón que luego vendía a sus vecinos, procurando así unos ingresos que paliaran la escasez en aquel tiempo de hambre y escalofrío. Tenía 27 años cuando la guerra le separó de su marido y el miedo que nació en aquel triste y apresurado adiós le acompañó como una sombra permanente hasta el día de su muerte.
Pero aquella monotonía diaria de cuidar a un bebé de apenas dos años, limpiar, cocinar, trabajar la lana y venderla se vio alterada cuando un conocido le comunicó que, en un pueblo cercano, un vecino le informó que su marido había muerto alcanzado en un bombardeo de la aviación italiana. Presa del horror salió a la calle y aterrorizada, con el corazón a punto de estallar y una desesperación en el umbral del enloquecimiento, recorrió a pie los 15 kilómetros de tierra y pedregal que separaban los dos pueblos. Juan, su cuñado, le confirmó la noticia: Pablo había muerto, un compañero de trinchera lo vio sin vida en el campo de batalla cuando del estruendo de los aviones fascistas ya solo quedaban los ecos irremediables de la masacre. Aquel mediodía Isabel se vistió de luto y fue el negro su único color hasta que, con 89 años, su vida se agotó y, con ella, el sufrimiento y el miedo y el silencio que nunca le abandonaron desde entonces. A los pocos meses aquella noticia se cobró su segunda víctima: la pena por la pérdida de aquel hijo acabó con la abuela Avelina.
En aquel tiempo la desolación se encerraba en un bunker de silencio en el que nadie tenía permitida la entrada. Pablo y Juan, aquel hijo que nació dos meses después de la tragedia que marcó para siempre y sin remedio sus vidas, nunca escucharon de la madre una palabra sobre lo sucedido en un intento desesperadamente inútil porque aquel dolor que tanto dolía no pudiera hacerles daño a dos niños a los que la muerte del padre les llegó cuando apenas habían empezado a vivir.
Pero hay heridas tan profundas que ni la voluntad encubridora de una madre ni el tiempo pueden cerrar. Tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que Pablo se sacudiera una pequeña parte de aquel miedo que desde siempre había respirado entre las paredes encaladas de su casa y comenzara a buscar respuestas a sus interrogantes. Desde entonces ha llamado a todas las puertas que ha encontrado para saber dónde está enterrado su padre. Ha hablado con el camarada que recogió su cuerpo en el campo de batalla- “te juro con mi sangre que el soldado que yo vi muerto era tu padre”, le dijo-, con varios juzgados de la zona donde pudo ser enterrado, con miembros de las asociaciones de la Memoria Histórica, con todo aquel que pudiera alumbrar una salida al laberinto desolador de una búsqueda interminable. A sus 85 años Pablo aún no ha encontrado la respuesta que lleva buscando desde que Franco fue sepultado bajo una losa de mil quinientos kilos de mármol de Macael. La misma losa que en la mañana del jueves fue levantada para exhumar y despojar de honores el cadáver de quien desencadenó una guerra en la que todos fueron víctimas y que, como el padre de Pablo, siguen todavía enterrados pero no olvidados en cunetas o en tumbas sin nombre. Por eso para aquel niño aterido de miedo y valor el jueves fue un día vivido desde la intensa emoción de quien sabe, bien que sabe, que la Democracia es compatible con el perdón, pero nunca con el olvido.
Hay ausencias en las que es imposible olvidar a quien las provocó. Como es imposible que Pablo, aquel niño que con apenas tres años perdió a su padre y que hoy, con 84, continúa buscándolo, pueda comprender la contradicción de que la familia del dictador se queje por su traslado al cementerio de Mingorrubio y otras familias, como la suya, deseosas de encontrar los restos de un padre para enterrarlos en el panteón familiar dignamente, no hayan podido todavía hacerlo. Aunque, como escribió el viernes debajo de la única foto que conserva de quien le dio la vida “no cesaré hasta conseguirlo”
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