Recuerdo que alguien me dijo una vez que olvidar, a veces, es imprescindible para poder seguir hacia adelante. Es verdad que no hacerlo también, pues ya se sabe que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo. Pero para olvidar nos encontramos con el disyuntiva de cómo echamos la mirada hacia atrás, pues toda memoria está construida por recuerdos y olvidos, dramas, emociones…A fin de cuentas nuestras vidas discurren sobre el ligero filo de un hilo en busca del equilibrio entre el olvido y la memoria. También es cierto que el recuerdo vive en nosotros bajo la sombra subjetiva, ya que no hay dos recuerdos iguales a pesar de que dos personas los hayan experimentado de forma similar. Sin embargo, lo verdaderamente relevante es saber olvidar para quedarnos con el buen recuerdo, con el más satisfactorio, pese a que siempre hayamos asumido que el olvido es una condena, ya que el hecho de permanecer es lo óptimo aunque sea mediante el recuerdo, pues siempre tendremos una historia que construir y que recordar y ello no será posible sin la memoria que siempre ha dado fe y, de alguna manera, ha ejercido como notario; un notario que en ocasiones ha abierto las puertas de la interpretación.
A lo largo de nuestros días nos encontramos con costumbres que se dejan olvidar y muchas veces nos hemos planteado el reto de recuperarlas, aunque sea con pocos datos, oficios que el tiempo se ha llevado en su mochila y apenas quedan en las espontáneas tertulias que entretienen el tiempo de lugareños y en los enriquecedores contenidos de las crónicas rurales en las que tampoco se ausentan las mentiras y bulos colectivos que fabrican el olvido. Las actividades desaparecidas han arrastrado con numerosos objetos perdidos en lugares olvidados, objetos y enseres que nadie quiere reclamar o que se reivindican y no se encuentran.
Esos extintos oficios han perdido su uso por culpa de la tecnología y de los avances científicos; es la otra cara del progreso y del paso del tiempo que junto a los adelantos de la ciencia han desterrado al olvido a profesiones y ocupaciones que antaño fueron esenciales en la vida de nuestros antepasados. Conforman una legión de empleos que con mayor o menor suerte habitan en la memoria de quienes se beneficiaron de ellos. En la quebradiza memoria de quien suscribe se vislumbra la imagen tiznada de Paco, el viejo carbonero de mi urbano barrio nazarí, quien junto a su mujer, Concha, regentaban la última carbonería que hubo en la ciudad, y que todos los días distribuía el carbón por las casas para las cocinas, las estufas y braseros de picón, aquella rudimentaria pero eficiente calefacción que tanto sabañón evitó. Cómo no recordar al lechero que ordeñaba sus cabras y vacas al alba para repartir después le leche en las lecherías o por las casas, a gusto del consumidor, desde un cuartillo hasta lo que se pidiera.
En noches interminables de estudio rememoro el grito de ¡serenoooo!, tras el pitido del silbato que acompañaba a Félix, el sereno de mi distrito, o presiento el tintineo del manojo de llaves de Federico, el sereno madrileño que, chuzo en mano, acudía presto a abrir el inmenso portal de mi residencia universitaria en la capitalina calle de Bravo Murillo. Y cómo olvidar los sencillos y expresivos pregones municipales, a toque de trompetilla y redoblante, que con insuperable maestría ofrecía en mi pueblo Tomás Martínez Castaños, “El Tío Tomás”, pregonero y jefe de municipales. Los materiales sintéticos sepultaron los colchones de lana y con ellos a los colchoneros, quienes, de pueblo en pueblo, vareaban la lana apelmazada. Las compañías de envío de mercancía y los servicios de Correos sustituyeron a los efectivos recaderos, y tres cuartos de lo mismo ha sucedido, por diversos motivos, con los arrieros, carreteros, molineros o bañeros, los actuales socorristas de nuestras playas.
La memoria sonora es más sólida y reciente cuando aún, de tarde en tarde, me tropiezo en cualquier esquina de mi pueblo con el exclusivo reclamo de ¡el afilaoooorrr!, cuyo chiflo se amplifica ahora por medio del megáfono que ha adaptado a su motocicleta, pero ya no goza de tan humana sonoridad. Sólo son algunos de los oficios y costumbres que el tiempo ha destinado a ser olvidos de la memoria.
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