La bicicleta de una hija de las estrellas

José Luis Masegosa
07:00 • 25 nov. 2019

Más de treinta y tres mil personas carecen en nuestro país de un techo, según la estimación de la Estrategia Nacional Integral para Personas Sin Hogar, aunque, sin embargo, Cáritas atiende a más de cuarenta mil personas, en situación de sinhogarismo, un  fenómeno social  presente en todas las sociedades avanzadas. Para visibilizar a las personas sin techo, el próximo día siete de diciembre se unirán a ellas miles de ciudadanos en todo el mundo, quienes participarán en “La Noche Sin Hogar”, la mayor cita solidaria global que llegará este año a Madrid organizada por la oenegé “Hogar Sí”. Las dificultades de acceso a la vivienda, el mercado laboral  y la ruptura de relaciones de ayuda que promueven las instituciones son los factores que mayor incidencia tienen en la existencia de tan alto número de personas que viven de manera estable en la calle.


Pepa tiene cincuenta y ocho años y una sonrisa de cristal que contagia la madurez, el deseo y el miedo que enseñan las noches de neón y los días de pasos errantes por la urbe andaluza a la que fue desterrada por la orfandad materna y el abandono de su progenitor. Apenas había cumplido su primer mes de vida cuando perdió a su madre, una joven de tan solo veinte años que se cobró la muerte a los veinte días de haber parido a Pepa, su única descendiente. La abuela paterna se hizo cargo de la pequeña, quien durante su infancia no pudo conjugar el participio pasivo del verbo amar, dados el desafecto y la indiferencia de su abuela. A los doce años Pepa abandonó la añorada escuela de su pueblo para emplearse en la asistencia y limpieza domésticas, una tarea con la que obtenía los pingües recursos que le permitieron sobrevivir bajo la tutela de una abuela displicente durante los años en que  vivió. A su muerte, la nieta prosiguió ocupando la modesta casa, pero llegó un día en el que los escasos ingresos de su trabajo no daban para cubrir las necesidades básicas y mucho menos para el sostenimiento de la casa, por lo que hubo de hacer mudanza a la única vivienda que las circunstancias le brindaron: la calle. No fue fácil adaptarse al nuevo domicilio, compartido con anónimos convecinos que a día de hoy encarnan la supervivencia callejera bajo las estrellas, una situación que a Pepa le puede y que por ahora la evita gracias a la hospitalidad de un albergue que le presta cama y techo para su vigilia de transeúnte, en tanto que su sustento lo provee un cercano comedor social adonde la protagonista acude a pie desde que un errático día le birlaron su bici en la puerta del albergue. Los pies de la limpiadora recorren desde entonces  calles y caminos, en donde una certera jornada conoció a Christian, un americano de mediana edad, también hijo de las estrellas y compañero de “hogar”, que para Pepa es un ángel humilde colmado de bondad, un camarada inseparable cuyos buenos sentimientos contagian a los viandantes. 


Con la gigantesca dignidad de quien considera a la condición humana como el mayor tesoro, Pepa es tajante y sincera. Sabe como nadie que la existencia se sostiene en pilares antagónicos: el amor y el odio, el placer y el dolor…, ese dolor que a ella le ha privado de ser madre. Crítica con el consumismo devorador –origen de nuestros males-, esta hija del firmamento asume la vida como una realidad austera bajo el paraíso  de la Naturaleza, la soledad y la meditación, que a ella le han servido para salvar el salto mortal de la calle,  salvación sustentada en su precoz aferramiento a la lectura –hábito adquirido en las escuelas populares de su localidad-  de numerosos autores, especialmente Miguel Delibes, de quien es fiel devota y del talento creativo de Luis Buñuel. Sabedora de que su progenitora no pudo legar herencia material, tiene el convencimiento de que, además de la vida, le dejó la mejor herencia: la de la honestidad , la  honradez y la del inmenso amor y cariño que, pese a que no la conociera, ella siempre le ha profesado, la más potente coraza que la protege de todo mal.



Confiada en el ser humano, Pepa denuncia la creciente pobreza como una epidemia silenciosa, aunque no es nada pesimista, ni tan siquiera cuando, al igual que Christian y al contrario que Machado, sabe que no tiene trabajo al que acudir, ni dinero para pagar la ropa que le cubre y la mansión que habita, el pan que la alimenta y el lecho donde yace, pero sí tiene la amistad y el afecto que una bicicleta robada le deparó un día de primavera.






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