Vivimos en una sociedad infantilizada y con la idiotez perenne de un adolescente que siente que el mundo está contra él. ¿Por qué? Desde hace decenios hemos convertido por error a niños y jóvenes en modelos de vida a imitar.
Al final, los señores de 55 y las jubiladas de 65 imitan a sus nietos y salen a quemar las calles junto a ellos. Adultos de toda condición se insultan en internet como iracundos pandilleros e incluso pierden la prudencia de la edad opinando de esto y aquello ignorando su propia ignorancia.
Greta Thunberg es una santa de nuestros tiempos, una santa infantil pubescente. Lo digo creyendo en la causa que defiende y publicita pero la pasean como en su día hizo Franco con Arturito Pomar o Marisol. La han fabricado a la manera de aquellos niños jesús hipermusculados y con mirada adulta que pintados en el Renacimiento cuelgan hoy en catedrales de media Europa.
Empezamos a lo tonto con gallifantes y los niños de Juan y Medio y al final hemos acabado con versiones postmodernas de la revolución cultural de Mao. El pillo timonel doró la píldora a millones de chinitos imberbes y les hizo creer que ellos encarnaban la verdadera sociedad perfecta. Para ello les dio un librito rojo que esgrimían en alto con rabia mientras enviaban al paredón a cuantos adultos pesados no quisieran reeducarse. Stalin, Hitler o Franco hacían igual con sus secciones juveniles.
Hoy nosotros les hemos dado teléfonos móviles a nuestros hijos y con ellos llenan las calles para darnos sus lecciones de moralidad; un día sobre el clima, otro sobre los animales, otro contra la violencia de género o contra el capitalismo.
Los púberes son el modelo; ellos y ellas nos guiarán hacia la sociedad perfecta, hacia “un tiempo nuevo”, como decía Zapatero con esa rimbombancia. ¿Exagero? No. Hace unas semanas, España entera giró alrededor de unos niños, los de un programa de Telemadrid llamado “Vuelta al cole”. Una pequeña le preguntaba muy seria al Alcalde de Madrid: “¿Si pudieras donar dinero a un sitio dónde lo donarías, a la catedral de Notre Dame o a replantar el Amazonas?”. La pregunta es tan absurda como absurdos pueden ser los adolescentes, pero en realidad estaba hecha por un avispasdo guionista adulto para desconcertar y pillar al alcalde del PP. Y lo consiguió. Por la razón que fuera y en segundos, el alcalde (al que llaman “carapolla” indistintantemente mujeres y hombres) eligió la catedral de París. Fue decir “Notre-Damme” y los niños saltaron como un resorte colectivo: “¿Y por qué? ¡Es el pulmón del mundo!”. Con ojos de censura iracunda y caras de indignación los niños recriminaban a Almeida su respuesta con la misma seguridad de aquellos jóvenes maoistas que lapidaban en juicios públicos a sus padres, y maestros. Lo más desasosegante para mí es que desde ese mismo día toda España hablaba de esa escena infantiloide y se la tomaba en serio.
Todo comenzó con Rousseau, que se inventó el concepto de buen salvaje y hoy lo hemos reelaborado con incipiente acné. Los sacerdotes de aquel dogma han sido y son los pedagogos que durante decenios han convertido falsa pero interesadamente a niños y adolescentes en modelo de mucho: de creatividad, de bondad, de convicción y lucha políticas, de habilidad técnológica... “nativos digitales”, ja, ja.
Hemos confundido la “supuesta pureza” infantil y juvenil con las infinitas posibilidades que alberga cada ser humano joven. Y son cosas distintas.
“¿Quién puede matar a un niño?”, de Chicho Ibáñez Serrador nos recuerda que niños y jóvenes albergan también lo malo. “Viento en las velas”, “El Señor de las Moscas”, “La Calumnia” también nos iluminan. El arte nos lo recuerda pero la sociedad lo olvida. Nos autoengañamos. Jugamos a los chinos mientras los jóvenes de China tienen hoy un mayor nivel educativo que los nuestros, dice PISA. Y por supuesto, que sus abuelos, aquellos jóvenes a los que engañó Mao.
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