Aún no nos ha abandonado la resaca festiva navideña cuando apenas nos restan cuarenta y ocho horas para el cambio de año, una simple alteración de dos cifras del calendario - incluida una cruenta e irreversible pasada por el cincelador de nuestra salud física y mental- con todo lo que ello supone en nuestra cultura teatral de la vida: desde los atrezos para la despedida de las doce campanadas –que en mi pueblo serán veinticuatro para no perder la ilusión de vivir el doble-, las viandas y elixires, a las desmedidas explosiones de amor, cariño y fraternidad por doquier que, como todos sabemos, en algunos casos son más de artificio protocolario que de buena voluntad. La verdad es que tampoco debiéramos extrañar mucho estos ritos y tradiciones, pues a la postre no son sino proyecciones de la vida misma a la que cada día encuentro mayor similitud con la justa y acertada definición que de las artes amatorias y prácticas sexuales hiciera el escritor, político y diplomático Lord Chesterfield: Tienen un placer efímero, unas consecuencias desproporcionadas y unas posturas ridículas, con las que alguna relación tienen aventuras y/o desventuras –según se mire- que acogen las veladas, fiestas y cotillones que en la noche de mañana, último día de 2019, tratarán de disimular la realidad del paso del tiempo y hacernos sentir que habitamos de por vida una eterna juventud.
Todavía hay quien acude a las concurridas fiestas y cotillones de Nochevieja en busca de aventuras. Tal es el sucedido que aconteció en los festejos de despedida del pasado año organizados por un conocido hotel del litoral del Levante almeriense, al que asistieron, entre otras numerosas parejas, la de un reputado concejal del municipio que alberga el referido establecimiento hostelero, digno jefe de negociado de una empresa de suministros de automóviles, de cuyos nombres no debo acordarme. Bautista Reinoso y Adelaida Castro, supuesta identidad de los protagonistas, compartieron cena y cotillón en el referido hotel hasta que las doce campanadas del día 31 les hizo engullir las correspondientes uvas de la suerte. Concluido el ritual, Bautista, un apasionado de la serpentina que se desarrolla en torno a cualquier pieza bailable, arguyó una inesperada llamada a su teléfono móvil de un subalterno compañero de trabajo que vivía en soledad y se hallaba aquejado de un grave proceso febril, por lo que requería de su caridad para que le prestara los cuidados oportunos. Expuesta tan justificada razón, Bautista y Adelaida se despidieron en pleno hervor festivo y se encaminaron al domicilio conyugal, donde la dulce esposa, que a veces actúa como una especie de carabinero en versión fémina, elevó su más que motivado disgusto y el consabido pataleo por haber tenido que interrumpir los alegres fastos del adiós y bienvenida de año. El compungido edil apeló a la excepcionalidad del imprevisto y a la urgencia del mismo, por lo que, tras aplacar los ánimos de su pareja –quien creyó de buena fe la necesidad de su ausencia- y sin tiempo para cambiarse de atuendo, el concejal se dirigió a prestar asistencia a su entrañable amigo. En el garaje de su casa, Bautista añadió a su frac una máscara veneciana y a lomo de su utilitario, con más formalidad que un sombrero de copa, emprendió camino del domicilio de su enfermo subalterno.
Más contento que unas pascuas, tras escasos kilómetros recorridos, Bautista se detiene en el estacionamiento de otro de los hoteles del litoral, en donde el nuevo año se recibe con un baile de máscaras. Abrigado con la idea de que nada más entrar en el salón le saldrá al paso una joven hermosa que correrá en busca de una aventura, Bautista invita a bailar a la primera mujer que encuentra, ataviada con una máscara de gacela, quien accede al baile pero advierte al solicito varón de que no se mareará porque a juzgar por su figura no debía estar en situación de dar muchos saltos. Contrariado y para demostrar a su dama que está más fuerte que Jesulín, comenzó a girar como una peonza. En uno de esos lances fue a golpear a un corpulento Batman, quien le llamó animal, al tiempo que cuestionaba por qué dejaban bailar a gentes que parecen carneros. Bautista le espetó que el carnero era él, por lo que el ofendido Batman propició un guantazo al aventurero concejal, quien rodó por el suelo bajo una nube de confetis y serpentinas. Ayudado por su pareja, el edil se levantó y echó mano a su ojo izquierdo, donde tenía la sensación de que le habían puesto una lente ahumada. Bautista pensó que todo sería consecuencia de los efluvios alcohólicos e invitó a su acompañante a marcharse en su vehículo, a lo que ella respondió que no podía irse hasta que no acabara el baile, pues era la suegra del que tocaba el bombardino y debían regresar juntos a casa. Al oír tal confesión, el alegre bailarin cayó redondo al suelo, por lo que entre un camarero y un portero lo llevaron al baño, en donde trataron meter su cabeza en la bañera, instante en el que Bautista se deshizo de sus asistentes y huyó despavorido.
El edil llegó a su casa con luz solar. Adelaida le preguntó cómo se encontraba su subalterno, a lo que él respondió que creía que le había hecho daño el bombardino. Extrañada, la mujer reiteró la pregunta y su marido rectificó:! que tiene la voz como un bombardino!, momento en el que Adelaida descubre el negro ojo de su pareja, quien lo justifica por un manotazo involuntario de su enfermo compañero cuando lo iba a arropar.
Conmovida, la mujer no duda en acariciar a su esposo, al tiempo que le regala: ¡Es que eres un ángel!. Por fin, tras la ajetreada nochevieja, Bautista se dispone a desvestirse y retirarse a descansar, pero cuando se quita el chaleco cae al suelo un puñado de desvelador confetis que descubre la verdad de la bienvenida de año nuevo de Bautista Reinoso, a quien su aventura le costó no despedir este año junto a su mujer. Y como Bautista hay muchos.
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