Puentistas

Hagamos una cosa: si en estos momentos está usted disfrutando de unos días de puente, hágase el favor de cambiar de columna inmediatamente y buscar otro artículo diferente sobre las últimas encuestas de este domingo o, como cada año por estas fechas, acerca de la lamentable prevalencia del jalogüín como imposición social entre lo infantiloide y lo imbécil. Pero si ha llegado hasta aquí, asuma las próximas líneas desde la calma. Arregóstese frente a la chimenea de esa coqueta casa rural que comparte con familiares o amigos y piense, querido puentista, que ni usted ni España pueden seguir así. No, hijo, no. Como diría un ama de casa atribulada ante el kimono manchado de su hijo, “el frotar se va a acabar”. Vamos, que no podemos permitirnos el lujo de parar el país tantos días al año. Por si usted no se ha dado cuenta, los españoles enlazamos, bifurcamos y empalmamos días libres con tal soltura que hemos acabado patentando una ingeniería específica de calendario capaz de ofrecernos más días de asueto que los que disfrutan el resto de los países de nuestro entorno. Y si esa situación dice mucho de un país en cualquier circunstancia, en el estado de postración y quiebra que padecemos actualmente dice, todavía, mucho más de nosotros. “Recortes sí, pero los puentes, ni tocarlos”, dirán muchos de ustedes, como si los puentes previos a la Navidad fueran piezas del patrimonio cultural amenazadas por un dinamitero loco. Pero en un país donde se reducen los sueldos, se congelan las pensiones y se alarga la edad de jubilación en un intento de pagar parte de la monumental deuda que tenemos encima, no parece de recibo que entre unas cosas y otras nos chupemos casi dos semanas extras de producción antes de finalizar el año por el tema de los días libres y los poyaques festivos. No se escandalice, pero le recuerdo que la salida de la crisis pasa indefectiblemente por este tipo de cuestiones, que no sólo tienen el valor real del ahorro del gasto, sino el empuje simbólico del gesto.