Confusa condición humana

José Luis Masegosa
07:00 • 03 feb. 2020

Le llamaban Califa, pero no respondía jamás. Lo recuerdo peludo, huraño, y la vivacidad de sus muecas no tenía la expresión ladina y cómica que les son peculiares. Su dueño, un domador, estaba indignado contra él porque se resistía a vestir unos pantalones y un sombrero tirolés para participar en una pantomima; estaba indignado contra él porque sentía que le era superior. Aquel mono -cuando aún se permitía buenamente la presencia de animales en las pistas circenses- se había obstinado en andar a cuatro patas. Las ordenes e insistencia del domador no pudieron hacerle abjurar de su fe, por lo que el “inteligente” domador, incapaz de comprender la actitud de nuestro antepasado, multiplicaba sus castigos para hacer desprender a Califa de su espíritu veraz, que lo llevaba a no querer aparentar lo que era, y de esa extrema conformidad que hace de los seres vanidosos seres felices. Califa y su dueño no pudieron entenderse nunca, como tampoco se hubieran entendido en caso de tratarse de dos hombres.  A pesar de que la terquedad de Califa era constante, la cólera del domador al verse desobedecido variaba, y un aciago día fue tan violenta que el pobre animal quedó inerte en el suelo. Viví aquel episodio con cierto dolor  ,pero también con algo de satisfacción, en las numerosas visitas que en periodo estudiantil hacía al estable circo ubicado en el madrileño barrio de Ventas, llevado por la admiración hacia el mundo animal. Siempre he pensado que aquel mono, obstinado en no dejar de parecer animal, fue muy inteligente y si hubiera podido hablar habría protestado contra la pretensión de Darwin; aquel mono tuvo siempre miedo de que lo creyeran un hombre.


Tras alguna de aquellas escapadas a los recintos animales del circo, me detenía en algunas cafeterías de la zona y con frecuencia asistía a tediosas tardes en las que pude constatar, no sin extrañeza, los habituales episodios protagonizados por una pareja de hermanos que se empleaban en la caza del moscón de turno, que impedía al progenitor de los pequeños concentrarse en la lectura del periódico del día. La caza, en ocasiones, terminaba en un frasco  de cristal, una cárcel transparente que siempre es más cruel que una mazmorra. El moscón –recuerdo- que debía sentirse muy desgraciado, mirado con curiosidad por las moscas, para las que debía ser algo como un Gulliver perverso para los habitantes de Liliput. Su bordoneo le atrae la atención y la hostilidad de todo el mundo, es un animal pequeño que vive en un mundo de grandes magnitudes donde nuestras piernas son para él columnas, las columnas de nuestras casas montañas y las montañas universos. 


Después de mucho tiempo de curiosa observación acerca de la relación entre los diferentes reinos de la Creación, a veces me he preguntado si los naturalistas y los teólogos han olvidado responder si el castigo de la confusión babilónica –de lenguas- cayó también sobre los animales, pues éstos se entienden y desde niños tenemos esa certeza al ver que en las hileras de hormigas las que van detienen a las que van en sentido opuesto.



Se sabe que gestos, trinos, alaridos, frotamientos y topetazos conforman la lengua maravillosa que solo ha conocido entre los hombres el rey amante que fue cambiando poco a poco su sabiduría por besos femeninos; el rey por quien la bella reina de Saba cruzó el Desierto para llevarle - sobre los corcovados camellos, bajo el fuego del sol y los oasis de las palmeras – la ofrenda de su oro, de su pedrería, de sus perfumes y la suprema ofrenda de su hermosura.


Sería oportuno saber si un burro inteligente de Almería y otro de la Coruña se entienden lo mismo que dos buenos burros comensales del mismo pesebre, porque ahí radica la mayor vergüenza que pudiera sufrir la especie humana, cuya condición se presta a tanta confusión.






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