Hace unos días, en el homenaje póstumo a Fausto Romero, recuperé de la memoria algunas de las opiniones del príncipe de Salina en “El Gatopardo”. A Fausto le encantaba esta novela y siempre encontré en su cuidada imagen un acercamiento estético y filosófico con el protagonista de la obra de Lampedusa. Quizá podría encontrarse en su admiración por el desencanto elegante de Don Fabricio Corbera la inspiración que le llevó a titular “Almería, memoria de una tierra dormida”, uno de sus primeros escritos. Porque también para el príncipe lampedusiano Sicilia era una isla dormida.
Dormida. esa es la palabra clave. Sicilia y Almería, tan lejos y tan cerca. Tan cercanas que muchas veces me he preguntado si no es aplicable, todavía y en amplias capas de la sociedad almeriense y en casi todos sus términos, la desasosegante mirada que Don Fabricio tiene sobre la isla italiana cuando asegura que “los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es mas fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la nada”. O cuando se queja con indisimulada amargura de que “en Sicilia no importa hacer mal o bien. El pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de hacer”. ¿Estamos muy lejos los almerienses de estas dos definiciones? Hasta hace apenas unos años, no mucho y, tal vez ahora, tampoco.
Basta solo con recordar cómo, en medio de la miseria de los sesenta y setenta, miles de coches proclamaban desde sus vanidosas pegatinas que Almería era madre de la vida padre. O, ya con menos folklore pero más decepción, como tantos almerienses reaccionaban y reaccionan con preocupado desasosiego ante cualquier propuesta de cambio que modifique la placidez de la siesta eterna en la que tan acomodados se sienten.
Es cierto que hemos cambiado mucho en los últimos años, pero no lo es menos que todavía quedan amplísimas capas de la sociedad almeriense en las que la indolencia les hace cómplices- y por tanto culpables- de esa complacida espera de la nada.
Contemplar el seguimiento cosechado por cualquier reivindicación ciudadana es un ejercicio que solo conduce a la decepción.
Las obras del AVE o las posiciones a favor o en contra de la remodelación de la Plaza Vieja; la subida de las pensiones o la bajada de precios agrícolas (cuando hace frío en la Europa del norte) son protestas que apenas concentran un puñado de inasequibles al desaliento en la calle y a algunos francotiradores en estado de alerta permanente en las redes sociales. En Almería la pasividad es inocente, la protesta sospechosa y, volviendo al príncipe Salina, lo importante no es hacer bien o mal; el pecado que no se perdona nunca es, simplemente, el de hacer.
Por eso no es extraño que en ese coro dominado por el silencio suene a estridencia cuando una voz rompe tanta quietud y, como ha hecho esta semana Jerónimo Parra, presidente de la Cámara de Comercio, hace público que ya no aguanta más y que hay que dar un puñetazo en la mesa para que no nos sigan mintiendo marcando plazos que no se cumplen, que exigimos ver las máquinas trabajando (en los tajos del AVE, obligación del gobierno central, y en los proyectos de saneamiento y depuración de aguas, responsabilidad de la Junta), y no quedarse solo en las adjudicaciones.
Esta semana ha sido Jerónimo Parra; pero antes lo hicieron Diego Martínez Cano, Pepe Cano, Miguel Uribe, José Antonio Flores, Paco Cosentino o Jose Antonio Picón y nunca tuvieron sus protestas el eco social que se puede esperar de una provincia moderna. Solo les acompañó el silencio de una sociedad dormida; tan dormida como era la Sicilia del príncipe de Salina o la Almería del inolvidable Fausto.
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