Mi amigo Ambrosio Sánchez, mito y leyenda de la información deportiva almeriense, no vive en una casa. Vive en una vitrina habitable en la que se acumula un incontable número de placas y premios que, estoy seguro, tarde o temprano acabarán llamando la atención de los editores de Libro Guinnes de Records, por si quieren sacar al hombre más premiado del Hemisferio Norte. Por desgracia, no es mi caso. Desde que me presenté a un premio de relato corto en octavo de EGB y mi historia sobre un iceberg que bajaba por la rambla destrozando el puente de La Salle fue eliminada a la primera, no he vuelto a concurrir a un certamen literario.
Creo que las miradas desaprobadoras que recibí por parte de algunos profesores pesaron definitivamente en mi ánimo competitivo. No obstante, una vez me concedieron un premio sin presentarme a él. Fue a finales del siglo pasado, cuando la agrupación de carnavaleros de Almería me concedió amablemente el “Premio Cajonazo” por alguna cosa que publiqué, destacando su prodigiosa capacidad versificadora buscando palabras terminadas en “ones”, para poder finalizar así las estrofas a golpe de testosterona. Y querían además que fuera a recibirlo a no sé qué sitio, para llevarme además un manteo, o un emplumamiento o el tipo de escarnio que quisieran improvisar allí esos señores. Naturalmente, aún me están esperando, porque nunca he sido partidario de contribuir a determinados folclores. Y es que esto de los premios negativos es siempre fuente de grandes emociones. Por ejemplo, las que querían provocar esta noche la Asociación de Amigos de La Alcazaba entregando su premio chusco al alcalde por el proyecto de reforma de la Plaza Vieja. Y la duda es saber si semejante galardón se lo conceden por cumplir lo comprometido en su programa electoral -que barrió en las últimas elecciones- o por el atrevimiento de contravenir los criterios de un colectivo que, quizás, debería revisar con más humildad su nivel real de representatividad social.
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