No hace mucho una entrevista en la contra de La Voz de Almería se convertía en la premonición de esta columna. En el revuelo y desconcierto que mi repentino ascenso como celebridad almeriense provocó, mis más allegados se aventuraban a preguntarme qué había hecho para merecer esa notoriedad: “Mis mierdas de Instagram”, me apresuraba a contestar dando por zanjado el tema.
Ahora que un espacio semanal me pertenece, me he comprado una libreta en la que anotar todas aquellas ideas que puedan ser susceptibles de transformarse en artículos. Hasta me permito el lujo de intimidar y zarandeando mi cuaderno en el aire espeto: “Ten cuidado o acabarás en una de mis columnas”.
Pasada la resaca de la euforia me siento frente al ordenador, dispuesta a poner en orden todas esas ideas escritas en las cuartillas de mi cuaderno. Me enfrento al folio en blanco con la seguridad de que esos 2.600 caracteres que tengo en la cabeza terminarán por amoldarse y sin más preámbulos comienzo a teclear. Parece que va cogiendo forma: una anécdota por allá, alguna referencia pop por acá, alguna frase que denote mi gran sentido del humor y ya estaría. No. No está. Sólo es un boceto.
Reviso mi entrevista en su formato online en todo un alarde de narcisismo. Alguien me ha llamado influencer y lo ha hecho con sorna. Qué fea es esa palabra, me refiero a influencer.
Pienso en todo lo decrépito que se vincula con el término. Me imagino siendo influencer, viviendo en ese estado permanente de ensimismamiento, recomendando productos en los que ni yo misma creo y estableciendo relaciones superfluas en redes sociales. Marcar tendencia sin ser tendencia, vivir una vida sin saber quién eres.
Una vez entrevisté a una bloguera, de esas de parka verde y falda de lentejuelas. Yo la llamé egoblogger y ella me descubrió el término de influencer, aunque ahora reniegue de él. Consulto la fundéu y descubro que influyente es su alternativa en español. Qué chasco, creía que sería influenciador. Mucho más rimbombante.
Hace un tiempo, en “mis mierdas de Instagram”, reflexionaba sobre la evolución de las blogueras y me atrevía a establecer el siguiente símil: “Aún me acuerdo de cuando una parka verde te convertía en bloguera. Luego vinieron las egobloggers y después las influencers. Supongo que lo mismo ocurrió con las magdalenas, luego vinieron los muffins y después los cupcakes. Al final, todos somos magdalenas, aunque tengamos pretensiones de cupcake”. Puestos a llamar, prefiero que me llamen magdalena con pretensiones de cupcake.
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