El tercer paisaje

José Luis Masegosa
07:00 • 20 abr. 2020

Hasta principios del pasado siglo XX la pintura y la novela españolas tuvieron la exclusiva de la descripción de los paisajes, un privilegio que, paulatinamente, les fue arrebatado por la fotografía, el cine, la televisión e internet. Esa descripción ha contemplado, tradicionalmente, dos tipos o modelos paisajísticos: el de la naturaleza o rural y el metropolitano o del asfalto. A principios de este siglo, el escritor e ingeniero británico Gilles Clément incorporó uno nuevo,  bautizado como tercer paisaje, al que apenas se definió y al que casi nadie ha prestado atención narrativa.


 El anuncio oficial de la prolongación del estado de alarma y, consiguientemente, del confinamiento, no por presentido ha resultado más liviano para quienes, tras cinco semanas de reclusión, comienzan a plantearse si dedicar  su  tiempo  al turismo de interior – en el hogar- , desempolvar los enrollados y abandonados almanaques de Unión de Explosivos de Rio Tinto y de anís El Tigre, con sus idílicas estampas de paisajes de autor, e incluso con la sobrenatural belleza  de “La Piconera”, o bien aplicarse en perfeccionar las recetas de repostería de “Magia con Maizena”.


Cualquier alternativa puede servir para dejar de viajar por las cansinas e ilusas rutas de la respetable pinacoteca de la casa o descansar de la tele, el ordenador, la lectura… y, de paso, ensordecer la pregunta más preguntada y más difícil de responder en  nuestros días, pues aunque por suerte un día llegará la anhelada contestación, todavía es prematuro plantearla.



Cuando el cuándo se confirme, cuando más cerca estemos del punto y seguido –el punto final tardará bastante-  seguramente nos atormentarán –ya lo hacen- otros interrogantes: nos interesará saber cómo seremos, si habremos aprendido mucho o poco de esta inimaginable experiencia, si seremos más humanos, respetaremos más, cuidaremos nuestro entorno natural, nos olvidaremos de guerras inútiles, o si, por el contrario, desconfiaremos del otro, despreciaremos los valores del ser humano y nos dejaremos llevar por la insolidaridad,  la indiferencia y el egoísmo. Es muy probable que cuando las calles se abran, cuando departamos en la barra de un bar, cuando los parques sean parques y podamos participar de las tertulias de nuestras barberías, tal vez seamos otros, pero a lo mejor no sabremos por cuanto tiempo, pues el hombre no aprende ni se arrepiente con facilidad. Y como apuntaba  en este mismo rincón, hace unas semanas,   el hombre es bueno cuando deja de ser tal.


En tanto llega el tiempo de conocer las respuestas, acaso debamos intentar que nada parezca lo que parece. Quizá debiéramos secundar la opción de quien para aliviar el confinamiento haya rescatado de su desván el viejo almanaque y los paisajes de sus hojas-meses alberguen la realidad de su nuevo estado, y los añorados grabados del pasado vital habiten el necesario escenario de su particular viaje liberador, si bien con cuanto horror nos contempla detenernos en el confinamiento pueda parecer una frivolidad. 



Con la definitiva opción del rescatador de almanaques, con la preferencia del buceador del tiempo,  descubro en la soledad al cuadrado de mi  geográfica cuna almeriense de Oria la realidad  de otro paisaje, en una casa esquina frente a la casa donde me nacieron, en una calle –la Carrera- de húmedas paredes y dulces recuerdos, donde siempre salía el sol. Un edificio de dos plantas, donde Miguel Reche y Paula Pardo hicieron mayores a sus nueve hijos en un colmado donde expendían toda clase de mercancías, hasta que la vida les llevó a Cataluña. Continuaron como titulares sus herederos,  los emprendedores Miguel Reche  y Ana María Lizarte,  pioneros de todo y maestros de mucho. Tras  la baranda de madera de la solana de la casa fui muñeco de mi particular niñera, Pilar Reche, y  en aquel comercio de todo conocí boquiabierto una piara de cerditos de cartón, de la que, en aquellos años felices, los Reyes me dejaron uno de los más lustrosos ejemplares; allí me dejó asombrado la primera prueba de la primera televisión que llegó al pueblo, allí descubrí el primer futbolín e inhalé las insaciables aromas de lavanda y tomillo; en aquel pintoresco paisaje de la retentiva personal desperté las mañanas prenavideñas con el incesante titar de los gallipavos que “Miguel el Cerero” vendía en el mercado barcelonés, y allí adiviné el amargo sabor de la cerveza junto a los cigarrillos de matalahuva.  En ese escenario, donde la vida, pese a estar vaciada para muchos, también se ha suspendido, es donde he encontrado hoy mi tercer paisaje.




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