-Tengo un problema. Milli. Te lo voy a contar. Una amiga me ha dicho que lleva desvelándose varias noches. Sencillamente, dice, tiene miedo. A ser tan vulnerables, a las calles vacías, a la nueva forma de relacionarnos, a no poder estar juntos, a la crisis que nos espera…, no sé. Ella es una tía lúcida y sensible. ¿Qué te parece? ¿Qué le digo? Porque, la verdad, yo también tengo esos miedos.
-Miedo… Qué es el miedo… Tú, Superyó, eres demasiado poca cosa para comprenderlo.
-¿Qué quieres decir? ¿Ya vas a empezar otra vez a insultarme? ¿Acaso no sentías miedo tú y tu gente hace 2500 años cuando os atacaban los de El Argar, u otros pueblos tan salvajes y descerebrados como vosotros?
-Calma, Superyó, calma… No voy a ser agresivo contigo, como en la última trifulca. Ya sabes que no te tengo ningún respeto, pero esta vez me das pena.
-Vaya. Es un alivio…
-Lo que quería decirte es que no deberíais tenerle miedo al miedo. Vivíais demasiado seguros; es decir, creías que vivíais seguros. Y, de pronto, aparece la realidad. Y el miedo. El miedo es solo una señal, una antorcha en la noche. Algo necesario. Avisa del peligro. Ayuda a medir el contraataque. Pero si la antorcha crece, puede incendiar el bosque y entonces la antorcha y el miedo no habrán servido para nada. Se trata de controlar, no de evitar lo inevitable. ¿Comprendes?
-Sí…
-Bien, bien… ¿Estás más tranquilo?
-No.
-Pues vete a la mierda. Si es que no tienes remedio…
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