Una patria llamada normalidad

José Luis Masegosa
07:00 • 04 may. 2020

España ha sido este fin de semana una villa olímpica, además de la última pasarela de ropa deportiva, incluida la adquirida en el mercadillo del barrio antes de que  echara el candado. Las zapatillas de casa han sido sustituidas por  el calzado deportivo o por los pedales de bicicleta. No ha habido paseo, plaza, playa, calle o rincón de nuestras capitales y ciudades sujetas a horario para las actividades permitidas en donde su vecindad no haya dado muestras de su espíritu deportivo de toda la vida; de la noche a la mañana la fibra deportiva se ha generalizado, o quizá es que  las reiteradas sesiones de gimnasia casera habían tocado techo y  el anhelo de los confinados gimnastas por desentumecer la musculatura del cuerpo a la intemperie no aguantaba más tiempo en el improvisado gimnasio hogareño.


Es posible que en los dos últimos días, primeros del  inicio de la reducción –comparto la recomendación de la Real Academia Española de no utilizar con “desescalada” los calcos del uso del inglés - del confinamiento,  haya habido más noveles  deportistas que paseantes habituales y compulsivos, que de todo se ve en los cachitos del recuperado estadio urbano, donde el incumplimiento de la normativa sobre  seguridad y distancia social también ha estado presente. Los bucles de gemelas imágenes del mapa patrio se han sucedido en los últimos noticieros, que también  han hecho parada y fonda informativas en las localidades menores de cinco mil vecinos –seis mil ochocientas veinticinco-  donde la estampa es singular, sobre todo en los núcleos más despoblados. Los atuendos deportivos completos encuentran en estos naturales platós menos usuarios, esencialmente en aquellos donde las principales ocupaciones laborales obligan a doblar el espinazo, con perdón.


Comienza hoy otra semana, la octava bajo el estado de alarma, con sus días, medio centenar de jornadas para olvidar que en cambio recordamos siempre, pues el tiempo que se pierde no se archiva con facilidad. Cincuenta días atrás nos encerramos en aquellas horas tan pesadas y extrañas, colgados a tan nefastas cifras que subían y subían por  una montaña con tan difícil descenso, en cuyas laderas parece que ahora llevamos media vida, una vida en la que con demasiada frecuencia hemos perdido la noción del tiempo y hemos cambiado las horas para ignorar la realidad que ha transformado esta maldita primavera en duro invierno. 



Comienza hoy otra semana con su correspondiente fase cero, a excepción de cuatro islas. Ahora toca caminar por fases, y como el caminante de Machado hacemos camino al andar, al tiempo que el paisaje cambia, poco a poco; es un paso adelante en la rebaja del aislamiento que no sabemos todavía donde acabará, pero que aún nos mantiene asomados al balcón, donde  hay quienes ejercen de comparsa al toque de ollas y cacerolas y quienes brindan sus aplausos de eterno agradecimiento a los mal pagados sanitarios, salvadores de este país, tan insalvable, por otra parte, de la miseria, la mezquindad y el cainismo que a veces nos acompañan. Caminamos hacia un lugar que desconocemos cómo será cuando lleguemos y lo hacemos con la duda e incertidumbre que suscita todo lo desconocido. Caminamos, día y noche, con tapabocas porque aunque nadie lo confiese tenemos mucho respeto, si no temor, al aíre, que no sabemos cuándo se hará respirable sin filtros. Caminamos con un nuevo chip que ha normalizado el uso de las mascarillas –reservado hasta anteayer a casos específicos-, la distancia de un par de metros que nos acerca más que nunca y los saludos desde lejos. Caminamos en busca de un nuevo tiempo para escribir sobre las alas viajeras historias de otras historias, cuando, por fin, arribemos a esa patria, la de la normalidad, donde esta pesadilla ha descubierto que residía nuestro bienestar. 






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