Cientos de cuerpos moviéndose a lo largo del pavimento. Así me vi a mi mismo el pasado sábado el primer día después de la clausura del miedo, ‘paserriendo’ a lo Rajoy junto a mi novia por el Paseo Marítimo de Almería. No veía personas ni almas sino cuerpos atropellándose y esquivándose unos a otros como neutrinos en una tormenta solar. Así es, la célula que rehúye a otra célula, una proteína empuja a otra proteína, y mientras tanto el virus se instala como un okupa en un bonito chalé a pie de playa del aireado pulmón de un organismo superior.
Cuando los humanos vivos se enfrentan a la muerte, a la muerte de una persona cercana, se topan con un gran problema, el de qué hacer con un cuerpo inerte, un lastre de carne. Mientras llega ese momento de suprema verdad, pasamos la vida engañando al cuerpo. Y solo cuando llega la enfermedad o la calvicie propias te das cuenta de que el cuerpo no es tuyo y no te pertenece. Te recuperas y prometes ir al gimnasio para sellar unas paces imposibles. O vas a la peluquería como ahora, para engañarte y olvidar que el pelo sigue creciendo pese a tu voluntad, incluso cuando has muerto.
Aunque Sócrates introdujo la racionalidad en Occidente libando cuerpos de efebos jóvenes, su entregado alumno Platón expulsó la carne del reino eterno de las ideas. Platón fue el primer hippy al traer las modas orientales a occidente mucho antes que el verano del amor en 1967. Para el padre de todas las academias, el alma era lo guay, con su flú, la ‘metempsicosis’; un paseo eterno de cuerpo en cuerpo, de reencarnación en reencarnación.
El cristianimo fue muy cuco y añadió al discurso platónico del alma la recuperación del cuerpo. ¡Da lo mismo que fuera causa y objeto de pecados irresistibles! El verbo se hizo carne, había que deglutir el cuerpo de Cristo y al final todos nos reconoceremos con nuestras arrugas corporales en el juicio final.
Hoy vivimos otra religión, la religión del cuerpo. No es la única en esta época de desconcierto neobarroco, a esta se le añaden las del animalismo y el naturalismo paisajista.
Cuando estamos cerca de fundir mente y máquina digital han llegado los nuevos espartanos a imponer su neo-religión de cuerpos que creen inmortales. Los herejes que no sean ‘runners’ siguen medio confinados a un kilómetro de sus casas. Ellos, en cambio, ‘runners’, ‘fitners’ y ‘cyclers’ pasan entre los mortales como altivos héroes de Olimpia sin mascarilla confiados en su inmunidad eterna.
Vivimos una idealización del cuerpo, lo hipertrofiamos e idolatramos hasta creernos que es eterno como el alma. No hablo de equilibrio y armonía como vio Epicuro, quien ponía la salud del cuerpo como condición de la felicidad del alma; ‘aponía’ lo llamaba. Daba consejos mínimos como no comer habas para que el alma no se te escapara violentamente.
Y así hasta los años 80, cuando Eva Nasarre vino a añadir simpatía al ejercicio físico y con sus alegres y coloridos calentadores enterró la imagen en blanco y negro de las tablas de gimnasia falangistas. Los totalitarismos mimaban el ejercicio físico colectivo, y estos días se lo estoy enseñando a mis alumnos bachilleres.
¡Yo ahí lo dejo!
Hoy renace una era de neolenguaje espartano. Para hacer gimnasia en nuestros días hay que estudiar mucho, mucho más que con la filosofía. Desistí de ir a clases guiadas en mi ‘gym’ porque no comprendía las instruciones de la monitora. No se distinguir entre body bump, crossfit, hiit, spinning, zumbing...para mí, que lo más difícil que aprendí en los bajos del Celia Viñas fue aquello del ‘plinton’.
Iba pensando todo esto cuando paseaba por el Paseo Marítimo y de repente noto una bocanada violenta de aire en mi nuca. Era un cuerpo-armario, un humanoide de gimnasio e instagram sin mascarilla, un ser de cuerpo abollado como un saco de patatas, que iba rebufando como un boxeador de los años 70. Se para y balancea como un simio en un aparato urbano de gimnasia cercado por cinta policial, se pavonea, suelta y mueve extremidades como Rocky esparciendo su sudor al aire, a derecha e izquierda. Lo sobrepaso mientras musito algo bajo mi mascarilla, impresionado por tal despliegue. Y a los pocos segundos oigo gritos.
- “¡Vamoos valiente, dímelo a la cara. Cobarde, gírate, que no eres capaz…!”
Evidentemente, yo que soy racionalista como Sócrates, no me giré y seguí andando-corriendo a lo Rajoy pensando en todo lo anterior. Solo oí en mi mente hipertrofiada una frase de filosofía popular: “Menudo cacho de carne con ojos”. Otra vez Atenas contra Esparta.
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