Resistieron el paso del tiempo, esa sucesión de acontecimientos que han escrito los capítulos de nuestra historia, entre la vida y la muerte de generaciones. Superaron complejos y duros episodios y recibieron la herencia gratuita de poner en pie un país desangrado, diezmado y fragmentado. Apenas habían colgado el petate del obligatorio servicio militar cuando tuvieron que asirse a sus modestos equipajes de maletas de cartón y madera para emprender los inciertos caminos del futuro, en el forzado exilio de la emigración, en la búsqueda de un mayor bienestar para los suyos. Muchos de ellos arraigaron su descendencia, que quedó asentada en tierra de promisión, donde prodigaron los guetos en los que la procedencia y la participación de unos mismos objetivos engendraron cierta seña de identidad.
Con sus brazos y su sudor levantaron las grandes urbes y sus tejidos industriales, donde a posteriori han continuado muchos de sus hijos y de sus nietos.
Algunos de aquellos abuelos pioneros nunca olvidaron las aromas de jaramago y tomillo, de lavanda y romero, o el tufo salino, la humedad y la brisa esmeralda que siempre acompañaron la vida de sus -nuestros- pueblos. Entre ellos se buscaron en aquellas ajenas tierras, a veces sin encontrarse, y desahogaron sus penas al viento de oídos amigos. A algunos la vida se les hizo corta de tanto representar a sus personajes y ahora estaban más que de vuelta, esa vuelta a los lugares de destino donde la cercanía de los hijos y nietos, a la par que la necesidad asistencial les ha llevado para nunca más regresar.
La mayoría dio con generosidad todo cuanto tuvo: su cariño y afecto, su sabiduría y sus bienes. Hablaban desde la resignación y contaban una y mil historias de sus hijos, nietos y bisnietos, del patriarcado o matriarcado que ejercieron con un profundo sentimiento de clan, de cuando el pasado era diferente, con sus cosas buenas y malas, de sus difíciles infancias alimentadas sobre tiempos de odio y rencores, de su paso por la inexistente adolescencia y la añorada juventud que se llevó el vértigo de la historia.
Ese vértigo que ha hecho de nuestro tiempo una ansiosa sala de espera por la que han desfilado muchos miles, demasiados miles, de abuelos y conciudadanos que esquivaron con éxito todas las cornadas de la vida, pero que no han superado las embestidas de ese invisible y cruel “bicho” que no solo ha mutado nuestras vidas sino que mantiene activa su amenaza, pese a la inconsciencia e irresponsabilidad que campean entre nosotros. Todos, en general, pero ellos principalmente han sido presa fácil de este enemigo común.
Unas sufridoras y sufridas presas que, lejos de poder afrontar los feroces ataques con la cercanía, el calor, el abrazo y los besos de sus seres queridos, han tenido que blandir sus débiles espadas en el abismo de la soledad y el aislamiento epidérmico, con el único “abrazo” de la misericordia humanitaria y vocacional de la legión de profesionales sanitarios que no solo han actuado como tales, sino que han tenido que asumir en tan duros momentos el rol de los familiares.
Muchos de ellos, las víctimas mortales, además de perder la vida en trances tan cruentos, son degradados ahora a una inhumana polémica política sobre una ecuación matemática, cuando en su lugar todos deberíamos rendir, al menos, un respetuoso recuerdo u ofrecer una sentida oración. Muchos de ellos, como el poeta del exilio, han quedado sepultados o incinerados en tierra extraña con el sueño de abrazar la tierra que les parió.
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