Ayer fue Domingo de Ramos en mí pueblo. Sí, Domingo de Ramos. Ni la imagen de Jesús a lomos de su borrica fue recibida con ramas de olivo y palmas, ni el tradicional cortejo del domingo que abre la Semana de Pasión vistió de colorido conmemorativo el recorrido de costumbre. No hubo conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén, pero la vecindad sí recogió los ramos y palmas que, en perfecto estado de conservación, llevaban casi tres meses a la espera de dueño. Tan frescas y lozanas como el día en que llegaron del paraíso alicantino del palmeral, las palmas portadas por sus nuevos titulares aportaron una insólita e inusual estampa –como tantas otras en este atípico escenario- de finales de junio, cuando su protagonismo estaba previsto para la segunda semana de abril. Esta suerte de celebración con demora del domingo de Ramos es una de las muchas consecuencias que nos ha traído esta puñetera pandemia que ha alterado la vida del planeta Tierra. Nada es como antes.
Los territorios mutan su paisaje humano. La otra tarde, tras repostar combustible en una estación de servicio de una localidad cercana, donde nunca han prescindido del personal asistente, la empleada que me atendió se interesó por la situación de mi pueblo en esta subida de rampa hacia una normalidad deseada que no se deja querer e, incluso, se aleja por culpa de esa creciente germinación de brotes, no precisamente verdes. Tras atender su requerimiento haciéndole saber que por mis lares el estado de la cuestión es, más o menos, tranquilo, aproveché para saciar mi curiosidad y le pregunté por el estado de su municipio. Respondió en tono muy parecido al mío, pero apostilló: “Aquí lo que está ocurriendo es que se está llenando el pueblo de gente de fuera. Dicen que vienen hartos de capital, de las aglomeraciones y además afirman que en esos entornos lo han pasado muy mal, por lo que han decidido abandonar sus residencias capitalinas –Cataluña, Levante, Madrid y Euskadi- e instalarse aquí. Bisnietos, nietos, hijos...familiares ascendientes y descendientes se meten donde pueden, en cortijos, en casas de parientes….y hay colas en el Ayuntamiento para empadronarse. Yo los entiendo, y a mí me parece bien..”. No todos sus vecinos comparten la misma opinión, muy al contrario, se muestran críticos con este voluminoso retorno inesperado a “los paraísos” rurales. Este fenómeno dual recorre nuestra geografía a galope para “salvación” de unos y preocupación y zozobra de otros. ¿Quién dijo que cuando esto pasara los seres humanos serían diferentes?, y aunque “nada” ha pasado, qué poca transformación hemos experimentado y qué escaso aprendizaje nos queda. Mantenemos nuestro ego y la mascarilla nos sirve de coartada para ocultar las escasas sonrisas que debiéramos ofrecer a los demás.
Frente a esa mayoría crispada que esconde tras el cobijo más que un ceño de pesimismo, me quedo con la actitud de Christian, un americano de mediana edad, hijo de las estrellas –visitante de este rincón en más de una ocasión-, a quien en dos actuaciones sucesivas la Policía le requisó su saco de dormir y su pobre tienda de campaña, el endeble techo que velaba su sueño, hasta que un alma solidaria restituyó los enseres aprehendidos. Tras el segundo requisitorio, la misma mano de la solidaridad le repuso su “menaje”. Días después, a la hora del mediodía, en tanto Christian ingería el almuerzo en el comedor social, a no más de unos quinientos metros de su “residencia”, cuatro jóvenes rapados con símbolos neonazis se presentaron en la “casa” del pacífico vecino y pegaron fuego al “valioso” ajuar del pobre conciudadano que solo pretendía vivir en la calle para sentir la libertad bajo el firmamento.
Las llamas prendieron el árbol que le resguardaba y ante el lamentable estado en que quedó tuvo que ser cortado. Antes de la llegada de la pandemia, Christian y una compañera de vida fueron alojados en un albergue, en donde han pasado el confinamiento. Con la nueva situación, el bonachón de la ribera del río ha vuelto a ver pasar la vida con su inconfundible gorra made in USA que cubre su anillado cabello, sentado en la butaca playera que, tras un nuevo robo, le ha llevado su ángel de la guarda. Christian no tiene palabras de rencor, ni sabe lo que es la venganza ante el daño infligido y ha vuelto a saludar cada amanecer con los amables buenos días que regala a sus cotidianos vecinos. Para cada saludo descubre levemente su mascarilla y muestra una sonrisa de gigante. Christian no tiene absolutamente nada, salvo su pobreza, continúa en el lugar elegido de la calle, colmado de agradecimientos, con la humildad que desprende a borbotones pero con su sonrisa que es la mejor respuesta a este tiempo de zozobra y confusión, la mayor muestra de que, aún sin nada, se puede sentir lo más parecido a la felicidad. Y es que la sonrisa de Christian es la sonrisa de la felicidad.
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