No sé si a ustedes les pasa como a mí, que no encuentro una buena noticia ni buscándola con lupa. Sí, ya sé que según el aforismo clásico una buena noticia no es tal noticia y que sólo nos interesan las desgracias (ajenas) y extemporáneas (cuando un hombre muerde a un perro y no al revés).
Pero no me digan que no es triste (y deprimente) que todo sea negativo, aun antes de que se iniciase el coronavirus. Y después de la pandemia, no digamos: infecciones y contagios, con su secuela de muertes; crisis sanitaria, pero también económica, social y política, con todo el mundo con una mala leche que para qué.
Todo son extremismos. Por una parte, los del llamado síndrome de la cabaña, que no se atreven a salir de casa para no ser contagiados, De otra, aquéllos que parece que la cosa no vaya con ellos y ponen en riesgo la salud propia y la ajena, con aglomeraciones, botellones y otros desmanes atentatorios a las normas sanitarias.
De esta patología psicológica no se salvan ni los niños. Los profesionales de la salud comentan que el confinamiento les ha hecho más dependientes de los padres y que ahora muestran mayores dificultades de sociabilización que antes.
Todo puede ser, porque ya digo que no hay alegrías, ni siquiera las deportivas, porque las celebraciones de los forofos de los equipos campeones las hacen contraviniendo las disposiciones de seguridad, siendo un foco de esos posibles rebrotes que tanto nos perturban.
Por todo eso, si el lector encuentra una buena noticia, le ruego que me la envíe. Y, como en esos carteles que anuncian en los árboles la pérdida de la gatita Dora, no se preocupen, que “se les recompensará”.
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