En este tiempo de incertidumbre; en este trasiego de sueños vacacionales, de simulacros de encuentros y reencuentros perdidos, con gentes y paisajes añorados, con divertimentos desbocados y entretenimientos irresponsables, hay quienes hallan una suerte distinta de sentir y vivir, un modo peculiar de reconstruir su propia vida a través de las imágenes y retratos del generoso álbum que ofrece cualquier página de un libro, si es de papel mucho mejor. Enfrente habitan quienes son arrastrados por el vértigo imantado de algunas actividades profesionales que les lleva a carecer del espacio y el tiempo necesarios para poder bucear en su interior, a la par que los priva de los indescriptibles placeres de los viajes estáticos.
Son los hombres y mujeres ocupados, porque siempre ha de haber personas que no saben o no quieren desocuparse; son quienes no han aprendido a desconectar de sus ocupaciones y esta condición les causa graves consecuencias que afectan a su propia vida y a la de quienes le rodean. Claro, que como aseveraba mi anciano tío Antonio Segundo la humanidad goza con echarse cargas encima, demostrando con esto que los burros no son tan burros como parece, pues quieren quitárselas. Hay quien, aún cuando tenga plena conciencia de que no hace nada, siempre tiene a flor de boca la misma respuesta : “no me despego del portátil”. Y es que a lo mejor la reiteración permanente de su sempiterno estado de ocupación le hace creer que su vida no es tal si no se siente asido a su herramienta de trabajo, con lo cual puede que enmascare una evidente adicción laboral.
Hay quien lucha y pelea lo indecible porque le nombren vocal de algo y consonante de cualquier asociación, incluso de su comunidad vecinal. Estos tipos no dudan en argumentar su exceso ocupacional en una presunta actitud solidaria y en una disposición generosa que traducen en ser útiles a sus semejantes, pues, además, se muestran convencidos de desempeñar una imprescindible función, con la ilusa creencia de que sin ellos nada funcionaría. Es el caso, del que me ilustró mi desaparecido tío abuelo, de Froilán de Argumosa, secretario con carácter perpetuo de una asociación de sastres desvalidos. El ejecutivo de esta gremial textil cuidaba de los sastres como si fuesen hijos suyos. Se pasaba el día recorriendo sastrerías y talleres para ver a los asociados, quienes le sorprendían con sus trabajos y encargos. Uno de ellos, Humberto García, contó al secretario que la confección se encontraba en una situación regular y que en el preciso momento en que recibió su visita se hallaba confeccionando un traje a un senador que quería ir a empastarse una muela. ¡Qué inhumanidad¡, espetó el directivo del gremio: “Suelte inmediatamente esa prenda y si el abuelo de la patria quiere poner al corriente su dentadura que vaya envuelto en la manteleta de su señora, si la tiene .!No faltaba más¡.
Las mujeres y hombres que pertenecen a muchas sociedades, son miembros de todos los congresos y no faltan a ceremonia alguna viven en continuo sobresalto. Contaba mi tío abuelo que, al igual que el susodicho secretario de la agrupación de sastres desvalidos, todas estas personas tan atareadas causan admiración en quienes las conocen, como tuvo ocasión de comprobar cuando coincidió con Froilán de Argumosa en el café “El Español”, a quien los tertulianos que le acompañaban le invitaron a que descansara un rato. “No sé si podré porque estoy muy atareado”, apostilló el sastre, en tanto se quitaba la chaqueta y mostraba la camisa empapada en sudor. No dudó en explicar tal circunstancia: “Es que ahora me he metido en eso del delantal benéfico. Se trata de una asociación que tiene por objeto proporcionar delantales a las jóvenes empleadas de hogar que no disponen de ropa de trabajo adecuada. Una idea muy provechosa, pero da mucho que hacer pues hay que visitarlas de casa en casa y esa tarea suma muchos kilómetros al cabo del día”. En uno de los domicilios a los que acudió en nombre de “El Delantal benéfico” para ver si en esa casa tenían el gusto de aceptar el donativo para la trabajadora doméstica, se encontró con un inesperado palmetazo en su cogote, propiciado por un malhumorado inquilino que acababa de “regalar” una pingüe aportación económica a la Hacienda Pública. ¡Ni buenas obras se pueden hacer ya¡, se dijo a sí mismo Froilán, sin perjuicio de lo cual prosiguió integrado en varias sociedades y asociaciones, que es como meterse donde no le importa, si bien al final de su vida reconoció a mi contador que ¡desgraciado el hombre ocupado por afición¡.
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