Reconozco que no duermo bien desde que leí el libro Homo Deus, de Yuval Noah Harari. Y eso que podría considerarse un libro optimista. Si recapitulo bien, viene a decir que en este Siglo XXI, prácticamente vencidas las lacras de la humanidad (hambre, epidemias y guerras), el hombre tenderá hacia esa búsqueda de la felicidad que consistiría en el alargamiento indefinido de la vida, quién sabe si hasta la inmortalidad.
Lo que sucede es que los individuos resultantes no serían ya el Homo Sapiens, con el que llevamos conviviendo cientos de millones de años, sino una especie nueva, con injertos biomédicos y de otro tipo, conectado o incorporado incluso a máquinas que aumentarían exponencialmente sus capacidades.
La repera, sí, pasar de humanos a transhumanos. Una definición de éstos la da el profesor Antonio Diéguez, al explicar que quienes creen que el cuerpo biológico es inadecuado intentan mejorarlo mediante medicamentos, primero, ingeniería genética, después, y finalmente volcando la mente en una máquina.
El proceso está mucho más avanzado de lo que podría suponerse: no hay más que ver los avances de la medicina, las prótesis y demás parafernalia tecnológica. Uno también, en su modestia, tiene implantes dentales y stends coronarios. O sea, que es un pequeño paso que puede avanzarse hasta el infinito. Pasó, ya en cierta medida con la cirugía plástica, que de las reconstrucciones posbélicas iniciales, ha acabado por frivolizarse en una rutina estética.
Pero digo que todo esto me quita el sueño porque lo que viene es terriblemente inimaginable y potencialmente peligroso. También, ya ven, el doctor Frankenstein quiso hacer un hombre perfecto y luego en la novela de Mary Shelley acabó como acabó.
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