En el fragor de esta inevitable actualidad saturada de nuevas y pocas buenas noticias de la madre –durante los últimos meses- de todas las noticias del mundo, el escribidor procura eludir, en la medida de lo posible, tan aciago panorama y adentrarse en galeradas más proclives a razonamientos y reflexiones que pongan distancia a tan preocupante asunto. A camino de estas cavilaciones cae uno en la cuenta de las historias escritas por los números del almanaque y de las efemérides por ellos selladas.
A buen seguro que fue el azar el determinante de que en la víspera de la sublevación militar contra la II República española, muchas décadas después, uno se encontrara, algo desconcertado, de frente –para bien- con el primer amor –ese que dicen nunca se olvida-, nacido en la adolescencia, tal vez antes - después de la niñez alimentada con sueños de palomas- y que lo fue para siempre y por siempre. El que apareció bajo un firmamento embriagado de estrellas, a la sombra de una extinta ermita sentenciada, donde lo cobijé de la luna para que sus ojos fuesen maestros de la vida, dispuesta a un trasvase de sangres, a una borrachera de alientos en la búsqueda, entre temores y esperanzas, del primer beso florecido. Acaso fue la mayor hermosura del mundo, pero como en la contienda civil desencadenada, acabó con vencedores y vencidos y, en mi caso particular, fui adscrito, unos cuantos años después, al bando de los perdedores.
Con la perspectiva del tiempo transcurrido, en esta hora del mundo, me asalta la cuestión de si el amor atraviesa una crisis de intensidad y gravedad especiales, de la que corre el riesgo de salir debilitado, si es resistente al óxido de las calendas o frágil como una espiga sacudida por el viento. El problema, muy estudiado y analizado, objeto de numerosos tratados e investigaciones, es demasiado complejo. ¿Quién motiva la crisis del amor?, ¿el amor mismo?, ¿el propio ser humano?, ¿la época en que vivimos?. Tan sesudo asunto plantea otras muchas cuestiones: ¿Hay un tiempo para amar?. ¿Se ama en una etapa determinada de la vida?. ¿Tiene edad el amor?. Reputados estudiosos han ofrecido innumerables respuestas, difícilmente coincidentes. Sin embargo, en lo que sí parece haber consenso es en achacar la crisis del amor a la bancarrota de las parejas, pues si la crisis del amor no existe, es un hecho indubitable que sí existe la crisis de la pareja o del matrimonio.
A remediar los daños ocasionados por la misma se emplean especialistas y expertos. Los católicos echan mano de un remedio heroico: mantener la indisolubilidad del matrimonio; siglos de práctica han acreditado la bondad del método, pero cada época tiene sus exigencias. El divorcio representa una gran liberación, pero a su vez es un enorme disolvente. A lo largo de la historia se han ofrecido diferentes medios para afrontar la crisis del amor con cierta equidad.
En este sentido, el novelista inglés Georges Meredith propuso como fórmula conciliadora el matrimonio o emparejamiento a plazo, prorrogable o renovable. Tal vez la dotación de una mayor solidez a la pareja y la consideración de un sentimiento en común libremente compartido puedan aportar alguna ayuda.
En cualquier caso, es un hecho real que a pesar de haberse eliminado muchas trabas el número de matrimonios –civiles y/o canónicos- no aumenta en proporción considerable. Por esta razón, los más pesimistas estiman que no se trata de un pasajero estado social a consecuencia de la bancarrota de las parejas y del matrimonio, sino que las causas son más profundas y de orden psicológico. Tal vez se haya abierto, tiempo ha, una verdadera crisis del amor.
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