El articulista de periódicos de hoy día es un tipo con mala leche que se dedica a despotricar del Gobierno, de la oposición o de cualquier otro quisque de la vida política.
Antes no era así. Antaño, al escritor de periódicos no le incomodaba la intrascendencia, porque lo que interesaba era el arte mismo de escribir, el placer de hacerlo y el del lector de saber apreciarlo. Y es que, como recuerda Fernando Jáuregui en su reciente libro de memorias, el destinatario de los textos periodísticos no debe ser ningún político o personaje famoso, sino el lector mondo y lirondo.
Claro que siempre ha habido cretinos infatuados que creen que con su pluma pueden hacer caer Gobiernos y hasta influir en las decisiones de los grandes de la política internacional.
Por eso echo de menos articulistas de lo cotidiano, como mi admirado Julio Camba, quien hace un siglo sacaba punta hasta la estatua de un desconocido y, si iba un día a San Sebastián, le daba hasta para hacer una docena de textos sobre el casino, poniéndolo del derecho y del revés.
En un artículo, el escritor gallego se mostraba preocupado porque le había salido un admirador, “un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara”. Desde entonces, decía, cuando se le ocurría un asunto se preguntaba “¿le gustará este tema al señor de Guadalajara?”, lo que para él era un sinvivir, no conociendo a su admirador ni su circunstancia.
Ya ven que, entre bromas y veras, lo que les atañía a los articulistas de entonces no era tanto ciscarse en el prójimo como hacer entretenidos sus textos, sin la necesidad imperiosa de reducirlo todo a la puñetera política cotidiana que nos saca a todos de quicio.
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