A poco de que veamos, oigamos o leamos la actualidad en cualquier medio de comunicación, no tardaremos en incorporarnos a esa inmensa mayoría de ciudadanos que anda perdida en una verdadera ceremonia de la confusión acerca de nuestra actitud –salvo la generalidad de medidas de protección sanitaria- con respecto a la actual crisis causada por el innombrable virus. Las opiniones, criterios y decisiones de los gobernantes se multiplican por doquier y el ciudadano de a pie se siente cada día más desconcertado y perdido en un limbo al que solo encuentra una respuesta: nadie sabe nada a ciencia cierta; una conclusión que se ha ido apoderando progresivamente de la ciudadanía desde el inicio de la pandemia. Y no es que seamos desconfiados por naturaleza, sino que, por desgracia, los hechos nos han conducido a tal estado de incertidumbre y de confusión.
Con este panorama, la España despoblada es ahora más anhelada y deseada que nunca. Como muestra, baste considerar el incremento poblacional producido en los últimos meses del medio urbano al ámbito rural, junto a la alta demanda que éste tiene. Y, tal vez, no es solo debido a la reversión del sentido de los movimientos de población acaecido en las últimas décadas, sino a un coyuntural y proteccionista descubrimiento de las bondades de la vida en el campo, tan denostada en la segunda mitad del pasado siglo. Sin embargo, ahora más que nunca cobre vigencia, aunque sea simbólicamente, el dulce verso de la Oda I de Fray Luis de León: “¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido..”.
Y es que en las afanosas existencias modernas en pos de un ideal material cada vez más difícil de conseguir, nos lanzamos a las torturadoras y populosas ciudades sacrificando, a cambio de vanos fantasmas de satisfacciones corporales, enriquecedores y positivos bienes del espíritu. Las ciudades deslumbrantes nos seducen con sus hermosuras y sus sonidos, como engañosas sirenas, y por ellas se olvidó y abandonó el campo restaurador y tranquilo de nuestros antepasados. Hasta los últimos meses, ni tan siquiera años, cuántos urbanitas han trasladado su residencia a entornos rurales bajo pretexto de abundantes servicios y pintorescas perspectivas en su urbe gozada. Con esas excusas siguen los habitadores urbanos incrustados en sus reducidas moradas, respirando aíre mefítico y soportando distancias e incomodidades.
El campo, por el contrario, no necesita otros alicientes que los que en sí lleva, aún sin el cuidado del hombre, y de tal guisa exhala emanaciones de bienestar, su sol parece otro sol que resplandece en amplitud inmensa de horizontes no recortados por el hacinamiento de “colmenas” de hormigón que lo eclipsan a diario. En el campo todos los sentidos recobran vida y agudeza, de tan afortunada consecuencia que representa la resurrección para el cuerpo y el alma. No obstante, la vida del campo tiene importantes molestias e inconvenientes que son compensados con creces en la benignidad del clima, en la salubridad del medio ambiente y en la calidad de sus alimentos.
En tanto los campos de esa España despoblada permanecen desiertos, las grandes poblaciones están pletóricas de ansias inasequibles, donde se pierden aptitudes y talentos, por lo que una oleada de emigración, no a tierras extrañas, sino de inmigración a nuestro terruño puede ser una verdadera obra patriótica que remedie el vacío en que se ha visto sumido, pese a que ahora despierte tanta querencia en los consumidores de escaparate y neón. Esa inmigración debería ir acompañada de programas e inversiones de revitalización y mejora del mundo rural, dado que, en parte –excepciones al margen- el problema del progreso y la prosperidad hispanos –como se ha demostrado en Almería- se reduce a una cuestión agraria. Es un buen momento para que volvamos al solaz de la madre tierra, pues como apunta la Fábula Moral a Fabio : “Un ángulo me basta entre mis lares, un libro y un amigo; un sueño breve que no perturben deudas ni pesares.”. Es la vida en el campo.
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