El culto a la velocidad

Javier Adolfo Iglesias
23:18 • 21 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 22 oct. 2020

Los últimos premios Princesa de Asturias han reconocido a Carlos Sainz, un conductor de coches. Siendo de familia de chóferes tengo toda mi admiración a esta profesión, pero ninguna a la velocidad. 


Supongo que esta institución celebra la perseverancia y el trabajo del piloto, y en este caso el premio más adecuado hubiera sido el de la Medalla al Mérito del Trabajo, la misma que suelen dar a folclóricas, actores y comerciantes de telas.  

 



El Premio Princesa de Asturias del Deporte de este año no lo comprendo, no capto el mérito que tiene ser hábil con el volante, el frenar o acelerar en su momento. Si lo tuviera, es algo que hacemos también millones de personas a diario que evitamos accidentes. 


No entiendo por qué no acuden también a la ceremonia el motor, la caja de cambios, la junta de la trócola o los mecánicos que tienen tanto mérito o más que el conductor. 



Lo del Premio Princesa de Asturias es casi obsesión; deberían cambiarle el nombre a la categoría y que en vez de Deporte se llamara abiertamente ‘Premio a la Velocidad’. Antes que a Sainz galardonaron a Fernando Alonso, Michael Schumacher y a Sito Pons. También fueron premiados por su velocidad Carl Lewis, Lance Armstrong y Miguel Induráin, aunque la de estos dependía más de su cuerpo, incluida la EPO dentro de él.   


Lo triste de esto es que la velocidad mata. No el mal uso de ella, sino la velocidad en si. Y mata de verdad, no es una metáfora. No intentes tomar una curva del Cañarete a 180 por hora porque acabarás de alimento para peces de la piscisfactoría cercana. 



La adoración a la velocidad se ha consagrado de forma estúpida pero tan eficaz como décadas atrás se consagró el fumar. Que pida yo en esta columna que se prohíban las carreras de coches y de motos será tan incomprensible para muchos como lo era cuando hace 35 años luchaba yo a pie de obra para convencer a los fumadores de que no debían echar el humo de su tabaco sobre los no fumadores que compartíamos autobuses, edificios públicos y aulas. En vez de comprensión yo encontré odio en 1985 por abrir las ventanas de la universidad en pleno invierno granadino.


Tenía razón entonces, aunque tuvieron que pasar muchos años hasta que Zapatero me la dio. Tenía razón con el tabaco como ahora con esta denuncia de la adoración de la velocidad. 


Tengo tanta razón que desde hace bastantes años la industria del motor parece tener mala conciencia y no usa abiertamente como antes ni la potencia ni la velocidad como reclamos publicitarios de los miles de vehículos que vende. 


La velocidad mata a miles de personas cada año en las carreteras. No puede ser un valor, es perjudicial rendirle culto. No se sostiene el argumentar que son dos mundos incomunicados y distantes el del deporte profesional de la velocidad con sus semidioses y otro el de los mortales aficionados en sus vidas cotidianas. Son esos mismos mortales que luego salen a calles y carreteras los que no dejan atrás en las retransmisiones televisivas o en los circuitos en directo su adoración por la velocidad. Los más tontos se graban en Instagram pero los más normales se colocan detrás de tu coche a dos metros en la autovía camino a casa arriesgando vidas propias y ajenas. 


Es absurdo considerar que un valor que se fomenta continuamente se queda enclaustrado en esos lugares que son los circuitos. Imaginemos un nuevo deporte donde compitan ladrones en una liga con distintas categorías: la H1 de Hurto, la AMA de atraco a mano armada, la categoría de robo con intimidación y la categoría reina de robo con homicidio fingido. No habría problema alguno porque sería una competición reglamentada en la que nadie sale perjudicado, las propiedades son de la liga y los robados son parte de la organización. ¿Por qué iba a fomentar el delito si la gente distingue bien que son deportistas del robo que se dedican a eso solo en una competición celebrada exclusivamente en sus pabellones? Así de extraño piensan los muchos amantes de la velocidad en este país.  


¡Que se prohíban las carreras de coches y de motos!  Al menos que no se las difunda por televisión y prensa, que no se adoren a sus ágiles pilotos, que la velocidad no se ensalce más porque mata, mata a miles de personas. 


El concepto velocidad no existía hasta que la inventó Galileo. Una generación antes, cerca de la Pisa natal del padre de la ciencia, vivió Nicolás Maquiavelo, el piloto del Estado por antonomasia. Siglos después, España es un país que adora la velocidad, tiene muchos pilotos en la política que aceleran este Estado hasta que un día se salga en una curva.


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