Las residencias de ancianos se convirtieron, en la primera ola de la primavera, en lo que la RAE define como “morideros”, o sea, un lugar que se convierte en un espacio para morir. No es exageración: veinte mil personas, y es un cálculo a la baja, perdieron la vida en estos centros. Y lo hicieron solos, completamente solos. En unas instalaciones que no estaban preparadas para una pandemia semejante, y con una administración que hace muchas décadas que no supervisa con rigor su funcionamiento. En Madrid, incluso, se envió una circular para que los ancianos no fueran derivados a los hospitales.
Los datos facilitados por el ministerio que depende de Pablo Iglesias se limitan a constatar la trágica realidad, pero, todavía, no hemos oído ningún responsable político esbozar siquiera una solución para que esta segunda ola no se lleve por delante a los que todavía siguen en las residencias.
El numero de muertes crece cada día y uno de los factores es que el virus ha llegado a los ancianos, que son los más frágiles. Los gerontólogos advierten que cerrar otra vez los edificios y no permitir las visitas de hijos o nietos, no soluciona el problema, no frena los contagios. Por el contrario, daña la salud mental de los residentes que pierden la razón por la que les merece la pena vivir. En marzo, cuando se quisieron dar cuenta, el virus ya estaba dentro y arrasó.
Tan preocupados como parecen por medidas sociales para paliar las desigualdades, por el impuesto al Diesel, y los a los ricos, no han tenido tiempo de pensar en los ancianos, esa generación a la que se estamos dejando morir sin despeinarnos. No se ha hecho un estudio del funcionamiento de las residencias privadas, muchas de ellas en manos de fondos buitres, prueba de que se habían convertido en un rentable negocio. No se han buscado alternativas a largo plazo, no ya para modificar el funcionamiento y la dotación de las residencias, si no para ofrecer la posibilidad de que aquellos ancianos que lo deseen puedan permanecer en sus domicilios con una persona contratada que les cuide. Se crearían miles de puestos de trabajo y con sus pensiones y una pequeña ayuda, (¿El Ingreso Mínimo Vital, por ejemplo?) mantendrían la calidad de vida que se merecen.
Pero también hay una responsabilidad social, colectiva, al permitir que estas muertes queden sin que nadie se haga responsable. No es baladí que se hayan disparado las consultas de ancianos que quieren desheredar a su hijos y nietos al sentirse abandonados y malqueridos. No es fácil con la actual legislación que obliga a que un tercio del patrimonio debe ir a los familiares directos. Pero algunos jueces empiezan a valorara que el abandono es un sufrimiento que “vulnera el derecho a la dignidad”. Y muchos han estado y están abandonados.
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