Aquella tarde de invierno pardo y monótono don Segundino se hizo cargo de que el frío arreciaba en la calle a esa hora del ecuador vespertino y no dudó en invitar a pasar al salón de su casa al quinteto de infantiles telespectadores que, como todas las tardes, asían sus rostros de asombro y sabañones al ventanal del acomodado propietario para imbuirse en las ocurrencias de Valentina y el capitán Tan que ilustraban la pantalla de uno de los dos únicos receptores de televisión que había en el pueblo: el de don Segundino y el de Manolo, el regente de la exclusiva taberna de la localidad, en la que junto al adicto entretenimiento de pasar las horas frente a aquel novedoso electrodoméstico de la casi paleotelevisión, los vecinos –varones, todos- empleaban su ocio en las partidas de naipes y en el juego del dominó. La secuencia, generalizada y habitual en numerosos rincones del territorio patrio, ponía en evidencia el impacto de los primeros años de la llegada de la televisión –española, por supuesto- a nuestra tierra.
La irrupción del novísimo medio electrónico en la sociedad del momento aportó grandes ventajas, pero alteró las relaciones personales, deterioró los hábitos y costumbres y menoscabó la excelente aceptación que había logrado su hermano mayor, el cine. Ese cine que tanta vida nos ha dado y que ahora, tras una irregular trayectoria, se asoma al abismo aun cuando no cesan iniciativas y actuaciones para dotarlo de vida, como el Festival Internacional de Cine de Almería que con gran esfuerzo celebra la edición de 2020 durante esta semana.
El cine está mutando desde su origen. Pero las que ya no mutarán son las más de quinientas salas que han desaparecido en los últimos cuatro años, a pesar de la lucha y del empeño para evitar su extinción. La agonía y muerte de los cines no ha sido prioridad en la agenda de los políticos ni, me atrevería a asegurar, de los propios espectadores. La orfandad de salas se ha expandido como la grama, desde décadas atrás, por los cuatro puntos cardinales de nuestro país, donde, a lo más, quedan privilegiados fotogramas en la memoria del particular cine de cada vecino, de cada pueblo o comarca. Como el cine ocasional de uno de aquellos niños de Rionegro del Puente, en tierras de Sanabria, que devoraba la televisión de don Segundino, quien antes del invento hertziano aguardaba con ansiedad la llegada, una vez al año, de “Los Zingaros”, los “empresarios” cinematográficos que llevaban al pueblo un carromato con un proyector de magia e ilusión.
A toque de trompeta anunciaban la proyección del día, que se desarrollaba en la improvisada sala de la nave de Basilio, el herrero, cuyo suelo se caldeaba con paja mojada mediante un sistema de “gloria” y donde aquella noche todo el vecindario acudía, silla en mano, para deleitarse con las cintas de Suevia Films. La temporada cinematográfica se prolongaba en localidades cercanas, como Cerecinos de Campos, donde el cine, propiedad del juez de paz, ocupaba sala propia y disponía de asientos con bancadas de madera.
En coordenadas del Sur, en el norte almeriense, el extinto cine de mi vida, en Oria, habita el deteriorado y maltrecho edificio de la primitiva mezquita y posterior Iglesia de la Sagrada Familia, del siglo XVI. Por la amplia pantalla del viejo templo desfilaron los mejores títulos de Cesáreo González y Cifesa, con la firma de Rafael Gil, Juan Antonio Nieves o Juan de Orduña, entre otros renombrados directores de aquel incipiente periodo del desarrollismo de la industria cinéfila española.
La modernidad tenía nombre de película, que todas las semanas llegaba por correo en aquellas pesadas sacas con una media de diez rollos que guardaban tres kilómetros de cinta que hacía desfilar por el vetusto proyector el operador de entonces, Eusebio Reche, quien había sucedido a Cleto Sánchez y quien entregó el testigo a Manuel Carrión. La hoja de censura y la ficha de la película no faltaban en aquel envío que recibía el cine parroquial, gestionado por Cipriano Cruz, José López Alex y mi padre, entre otros convecinos. Dos pizarras, junto alguna cartelería, que colgaba Francisco Tortosa en la Plaza de la Constitución, anunciaban la sesión cinematográfica, que en ocasiones tenía doblete. Los helados, refrescos y golosinas de María Sánchez “la Minera”, que regentaba el ambigú de la “sala” endulzaron los “descansos” técnicos de aquellas entrañables proyecciones del cine de mi pueblo, el cine, como otros, de nuestras vidas.
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