Donde se habla de la parte última del discurso: el cierre

Luis Cortés Rodríguez
07:00 • 26 dic. 2020

Durante la comida, la Duquesa, lejos de guardar discreción y disimular la burla, moría de la risa cada vez que Sancho abría la boca para decir algo, pues lo consideraba más gracioso y más loco que a su amo, y muchos hubo en aquel tiempo que fueran de este mismo parecer. Tras más de una hora de jolgorio, de chanzas y de grandes risotadas, los Duques, por un lado, y don Quijote, por otro, pasaron a sus aposentos para hacer la siesta. Y solo dos horas después, a media tarde, se pudo reemprender la plática sobre la elaboración de los discursos, si bien ahora no estaba fray Francisco, quien había salido a dar la extremaunción a un enfermo de mucha gravedad. Una vez sentados, dijo don Quijote:

—Pues ya que otra vez estamos aquí, bien podríamos volver al tema de las partes del discurso, en especial a la que nos faltaba, el cierre, que junto con el inicio es, por lo que nos dijo vuesa merced, la parte más importante. 


—Bien dice el caballero don Quijote –respondió fray Antonio–, porque en él ha de estar presente aquéllo que haga mejor lo dicho hasta ahora. Y esto es así porque habrá de ser, con seguridad, lo que más recordarán los escuchantes. Por ello, entre otras condiciones, los cierres han de mostrar no solo variadas armas, sino grandes afectos, o sea, expresividad y emotividad.



—Bien recuerdo –interrumpió don Quijote– que con motivo de algún festejo, santo, nacimiento o matrimonio, relacionado con la familia real o con los grandes señores, se celebraban torneos entre caballeros por el día, en tanto que por las noches tenían lugar las justas poéticas. En estas, quienes intervenían siempre dejaban para el final de su recitado los poemas que más podrían disfrutar del gusto del público, y esto lo hacían con el fin de buscar el mayor aplauso de los presentes. 


—Así es y así será siempre –dijo el fraile–. Y tal consideración no falta cuando preparo los discursos del Duque, pues se ha de perseguir el mejorar aún más la buena imagen. Para tal fin, mezclaremos de modo ajustado lo estético y lo eficaz, mezcla que exigirá el empleo de mecanismos retóricos: el contraste de vocablos e ideas, la repetición de palabras o las curvas entonativas. Éstas han de estar más marcadas que en el resto del discurso. La oratoria ciceroniana defendía ya un final donde se potencien los artificios lingüísticos con las aludidas curvas, y así, con ambos, intentar intensificar al máximo las emociones y los sentimientos de los oyentes.



—Maldito sea yo, por ser tan ignorante como soy –dijo Sancho–. Como antes referí, ni sé leer ni escribir y por ello no consigo entender una sola palabra de lo que dice vuestra merced. Desde que tomó el turno no alcancé a comprender eso de curvas, de repeticiones o esa palabra ciceroniana, que jamás oí en los años de mi vida.


—Sancho, por Dios –contestó con desazón, Don Quijote–, ya te dije poco ha que no era necesario estar constantemente, como tú haces, aludiendo a lo de no saber escribir y leer. Y en cuanto a ese vocablo que afirmas no conocer, ciceroniana, se refiere a Cicerón, que fue un filósofo y orador romano muy famoso en la Antigüedad y hasta nuestros días.



Yo siempre defiendo ante el Duque –interrumpió fray Antonio– que sin un buen cierre nunca quedará una buena sensación. Pero para no castigar más las entendederas del buen Sancho, creo que él debería hacer que sus asesores consideren para tales cierres en sus discursos como gobernador las mismas posibles razones que yo aconsejo al excelentísimo señor Duque. Ansí, se tiene que aludir a los ideales iniciales y cómo, con gran esfuerzo y trabajo, esos ideales se han podido hacer realidad. Más tarde, se dedicará un espacio corto de tiempo para los asuntos que han de llevarse a cabo en el futuro y, posteriormente, se ocuparán unos segundos en el halago a los súbditos, a su inteligencia, dignidad, honradez, etc. Y se ha de terminar con el agradecimiento por la atención. Todo dicho con muy buenos vocablos, con acertadas armas retóricas y con grandes afectos, que propicien no solo los aplausos, sino la admiración de quienes escuchen al orador.


Mala respuesta ante tanta complicación iba a ser la de Sancho, si bien esta no pudo hacerse porque los Duques determinaron presentar a sus huéspedes a unos nobles que habían venido al castillo para cenar y pasar la noche. Cierto es que la intención con tal llegada no era otra que solazarse los recién venidos con las disparatadas cosas que dirían don Quijote y Sancho. Por ello, caballero y escudero fueron invitados con el mayor boato a pasar, en primer lugar, a la antecámara y, tras unos minutos, al comedor, donde ya estaban los nobles sentados, las mesas puestas con gran concierto y dos bellas doncellas, en la puerta, para lavar las manos de amo y criado con agua destilada de ámbar y de olorosas flores. Allí estaban todos menos el duque de Benavente, quien, al retrasarse y llegar más tarde, no había podido oír las divertidas intenciones de los Duques con aquellos dos personajes. Y fue por este duque de Benavente por lo que sucedió una gran desgracia a don Quijote, como se contará en el capítulo siguiente y último de estos diálogos.


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