En vísperas de la pandemia tuve el honor de presentar junto a Antonia Sánchez Villanueva, subdirectora de este diario, y Antonio Martínez González, catedrático emérito de la Universidad de Granada, “El habla nuestra de cada día”, un libro de reflexiones sobre el uso, bueno y malo, de nuestro idioma, con el que tuve ocasión de acercarme a la obra de Luis Cortés, un autor al que solo conocía de lecturas por su columna sabatina en LA VOZ DE ALMERÍA. Un artículo semanal de ingeniosos diálogos (apócrifos) lingüísticos-quijotescos llevados a la filigrana del estilo cervantino que ya hubiese querido para sí el más falso que Judas Avellaneda.
La singularidad del género introducía una nueva suerte de colaboración literaria en la Prensa nacional –yo al menos no recuerdo nada semejante en mi más de medio siglo de impenitente lector de periódicos- y traía el atractivo del juego coloquial de la esencia lingüística del Ingenioso Hidalgo con la puesta en escena de situaciones inventadas a las que dan réplica personajes tan vivos, y tan amigos nuestros, como Agustín Melero, Alfonso Novis, Enrique Iborra, José Manuel Román, Luis Fernández Revuelta, Manuel Martín Moreno (consagrado obispo en el libro) o Trino Gómez, entre otros muchos, a medio camino entre la realidad y la ficción. Es un auténtico prodigio, que habla por sí solo de la calidad literaria de los sucesivos cincuenta y dos retablos, más que capítulos, que componen esta obra verdaderamente original. Y de cómo se debe escribir en la lengua de Cervantes.
No pocos autores en las últimas centurias han iniciado sus escritos simulando encabezamientos quijotescos: Donde se da cuenta… Acerca de los motivos… etc. Pero salvo excepciones afortunadas no eran sino simples remedos del inconmensurable arte descriptivo de don Miguel de Cervantes. Véase también el elegante y comedido uso de las perífrasis que nuestro autor escancia con donaire cuando la ocasión lo requiere. Creo que la contención literaria de Luis Cortés Rodríguez permite descargar la lectura de excesivas e indebidas resonancias para ir llanamente a la manera de hablar de Don Quijote y Sancho, si bien como queda dicho de manera apócrifa.
No podría haber encontrado el más universal de nuestros escritores un negro tan disciplinado, tan aplicado y tan al hilo del relato como este emérito catedrático de la Universidad de Almería que bien pudiera también apócrifamente haberle enmendado la plana a Ginés de Pasamonte en su fallido intento de alcanzar la gloria con un simulacro que según Martín de Riquer respondía a algún ajuste de cuentas por sus antiguas pendencias con el autor del Quijote excelso verdadero.
Pero vayamos a lo del negro, de tanta tradición en las Letras hispanas. Un negro no es sino aquel escritor contratado, generalmente de incierta fortuna, que se presta a componer un libro para que lo firme otro escritor ganado éste por la pereza o la falta de ingenio. Son muchos los casos, algunos incluso recientes, pero siempre recuerdo el de fray Justo Pérez de Urbel, el célebre abad primero del Valle de los Caídos, que publicó en 1956 “Testigos de su fe”, un compendio de las vidas ejemplares de religiosos martirizados durante la guerra civil. Pero hete aquí que la tal obra fue encargada a un negro, el gran periodista Carlos Luis Álvarez Cándido, entonces joven meritorio a dos velas, por la cantidad de 25.000 pesetas, un dineral entonces. Resultó que ante las reclamaciones y urgencias de la editorial y habiendo agotado ya el martirologio más conocido, al bueno de Cándido no se le ocurrió otra cosa que inventarse mártires objeto de infames torturas que habrían de llevarlos a los altares. Lo tiene relatado en sus memorias. El libro de fray Justo fue retirado antes de que saltase el escándalo y el Régimen cubrió el caso con el mismo tupido manto de silencio que la dictadura aplicaba a los textos incluidos en el Índice.
Nada tiene que ver con el caso que nos ocupa. He hecho la anterior referencia para ilustrar qué se entiende por negro en el mundillo de los libros y para poner en evidencia cómo Luis Cortés ha actuado de negro con pluma blanca, es decir simulando la escritura quijotesca a las claras, sin ocultarse y declarando desde el principio el carácter apócrifo de sus artículos. Lo que enaltece a este prodigioso malabarista de los coloquios nunca celebrados entre Don Quijote, Sancho y otros y las dramatis personaes que trae de las musas al teatro. Ya hubiese querido el máximo autor de las Letras españolas haber conocido a un tan notable imitador de su estilo cuya prosapia lo engarza con los mejores linajes novelescos de siglos pretéritos.
Échenle un vistazo al currículo de este catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería, doctor en Filología Románica por Salamanca (bajo la dirección del sabio don Antonio Llorente, autor del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía) y tómense tiempo para ojear el currículo de un científico del idioma cuya sabiduría queda destilada en esta colección que la Editorial de la Universidad de Almería ha tenido el buen gusto y el acierto de poner a disposición de los lectores.
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