Duques, condes y demás nobles, así como algunas personas del servicio, todos reían al oír los desvaríos de don Quijote y de Sancho. Solo el duque de Benavente, quien, al haber llegado con retraso, no había sido advertido de la burla, se mostraba ofuscado y perdido sin entender cosa alguna. Por ello fue por lo que preguntó al conde de Eguemón, que cenaba a su lado, que quién era ese hombre alto, tan falto de juicio.
A lo que el de Eguemón respondió de esta guisa:
—Amigo mío, pensé que lo conocía, porque se trata del valeroso don Quijote de la Mancha, cuyas hazañas corren de mano en mano ya editadas en libro. Es reconocido como desfacedor de agravios y sinrazones, enderezador de entuertos y vencedor en mil batallas.
—Este hombre, por lo que me cuenta vuestra merced, me trae a la memoria –respondió el de Benavente, alzando la voz para ser oído– lo que se lee en los locos libros de caballeros andantes, quienes hacían todo eso que me dice de este don Quijote, aunque sin llegar al estado de locura en el que se halla este pobre trastornado.
—¡No estoy loco, sino colérico! ¡Sois un grandísimo hideputa y miserable! –replicó don Quijote, con los ojos que se salían de sus órbitas–. ¡Y muy puta debió de ser la puta que os parió!
Al mismo tiempo que esto decía, y sin que nadie hablara, tomó un plato de la vajilla y lo lanzó con tanta fuerza al duque que rompiole la nariz y una de las cejas, que quedaron sangradas. El noble no pudo reprimir su furia y lanzose sobre el hidalgo y propinole tan descomunales golpes, con tanta fuerza y tanta saña, que dio con el hidalgo en el suelo malherido, sin aliento ni sentido. Y aun peor hubiere resultado si Sancho, que fue el primero en ver lo que había acontecido, no evita la lanzada con que el duque pretendía rematar a su adversario. Ver en el suelo, tan maltrecho y sin poder moverse, a su huésped preocupó a los Duques, quienes, no habiendo podido suponer aquella reacción del de Benavente, temieron dar por muerto al Caballero de la Triste Figura.
Don Quijote, dos días después del incidente, seguía sin moverse y aunque habíanle quitado la celada y visera, no podía llevar alimento alguno a su boca, por lo que de tal oficio se encargaban algunas doncellas del servicio de los Duques por recomendación de dos físicos que atendían al mortecino caballero. De esta guisa estuvo sobre el lecho, sin apenas moverse, durante unos quince días, hasta que, algo mejorado, los Duques, que no podían evitar su malestar por lo sucedido, convinieron que lo mejor sería conducirlo hasta su casa, con la familia. Para ello, dispusieron un coche con dos cocheros, cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie.
Tras dos jornadas de camino, por fin, tras superar una empinada cuesta, divisó Sancho la aldea y fue entonces cuando empezó a decir: Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo…
—Sancho, ¡por Dios!. déjate de necedades y desatinos –interrumpió don Quijote–, que pronto llegaremos a nuestro lugar, donde ya nos han de esperar con el tocar de los clarines y el ruido de los atambores, pues ya uno de los mozos de mular se adelantó para dar la noticia.
Muy confundido quedó Sancho con la reacción de su amo. Mas poco tiempo duró tal confusión, ya que enseguida llegaron a la misma puerta de la casa de don Quijote, donde aguardaban el cura, el barbero y el bachiller, quienes se vinieron a ellos con los brazos abiertos. Pronto, no obstante, pudieron percibir el maltrecho estado en que llegaba don Quijote, por lo que conformáronse con ayudarlo a bajar del carro. Dentro de la casa hallaron al ama y a su sobrina, que, al ver el estado de su amo y tío, no supieron qué pensar, pues aquel carro reflejaba la posible grandeza alcanzada pero, una vez que vieron cómo estaba su cara y su cuerpo, maldijeron el momento en que su locura lo llevó por esos caminos y juraron por todos los dioses que ya habían terminado las salidas si es que salvaba la vida.
Momentos más tarde llegó la mujer de Sancho, Teresa Panza, la cual, al ver aquel carro en la puerta con tantos caballos, pajes y demás, solo pensó en que ya había llegado el gobernador con su corte de lacayos y que pronto ella subiría a ese carro, con los grandes y vistosos vestidos traídos por su marido y que ya la vida sería otra muy distinta. Todo aquello que le había contado por carta su esposo era verdad y de ahora en adelante andaría en coche, porque todo otro andar es andar a gatas. Sanchica, su hija, desgreñada, legañosa y con las uñas negras, asistía embobada y en silencio a la nueva condición de su padre, quien no dejaba de porfiar en los dineros que traía ganados con su esfuerzo y sin haber hecho mal a nadie. Empero, Sancho no podía esconder su infinita tristeza cuando veía a su señor que nunca jamás acariciaría la luz de la gloria de sus hazañas, tan deshecha para siempre como se deshace el humo con el viento. Era ese mismo señor que siempre tuvo remedio para todo, porque en todo lo hay, como él decía, menos en la muerte.
De lo que a continuación sucedió, solo el autor de esta historia, Cide Hamete Benengeli, es posible, aunque nadie se atreva a decir y afirmar, que tenga noticia.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/206817/burlado-y-apaleado-el-desventurado-final-de-una-quimera