Las palabras deben servir para construir Puentes y no para cavar trincheras
Victor del Árbol
Hay una generación de españoles que vivimos el paso del franquismo a la democracia con una intensidad tal que marcó, sin duda, la vida para muchos de nosotros. Se puede decir de aquel grupo generacional, y creo no equivocarme, que somos en lo político gente tanto a derecha como izquierda bastante razonable, quizás como consecuencia de haber vivido de cerca lo que fue el autoritarismo hispano. Sin embargo, produce cierta desazón las descalificaciones genéricas que se hacen hacia aquel periodo, la etapa política que mayor libertad y prosperidad ha traído a este país.
El lastre del pasado
La transición española a la democracia, con sus claros y oscuros, fue un pacto por la convivencia que puso fin a la Guerra Civil y homologó a España con las democracias europeas. En 1977, después de casi 40 años de dictadura, tuvieron lugar las primeras elecciones generales. El país empezaba a dirimir sus diferencias no a cañonazos, como en épocas pasadas, sino en las urnas. El resultado no dejaba margen a las dudas.
La UCD de Suárez se imponía claramente y, casi como única oposición, la izquierda de Felipe González y los nacionalismos periféricos moderados.
La sociedad española mandaba un mensaje claro de pasar página sobre todo lo que había supuesto la guerra civil y los enfrentamientos entre españoles. Un mensaje que terminaría extendiéndose por todo el país, si exceptuamos la anomalía vasca. La escuela democrática de aquellos años fue principalmente la radio. Un programa de humor como La Verbena de la Moncloa en la Cadena Ser logró humanizar a los líderes políticos, de un extremo a otro del arco ideológico, y moderar los odios incubados del momento. Lo mismo se puede decir de algunas lecturas como Los Barojas de Julio Caro, que fueron claves para comprender que nuestro pasado presentaba elementos sombríos en ambos bandos.
¡No éramos demócratas!
Como han señalado algunos de nuestros historiadores más insignes, el clima triunfalista de la Transición ocultó nuestras carencias, los de un país con un legado autoritario y una economía clientelar y proteccionista. No se interiorizaron los valores de la libertad, de respeto al otro, de convivencia con el disidente, que tantos años y esfuerzos han costado en las democracias más antiguas y que hacen una sociedad más cívica y preparada.
España se dotaba de instituciones parlamentarias, pero sin demócratas ni cultura democrática. Y es que el liberalismo reformista en nuestro país chocó desde antiguo con la resistencia al cambio, por una parte, de la derecha tradicional y, por otra, con el doctrinarismo irresponsable de la izquierda, en palabras del hispanista Raymond Carr. El siglo XX empezaría, además, con un problema de atraso económico, pero también de democracia y de vertebración del Estado. Tres elementos que, sin duda, iban a lastrar nuestro futuro.
La mirada conciliadora
Con ese legado de problemas sociales e institucionales y una retórica política belicosa cuando no intolerante, es normal que se reivindique un discurso cívico que canalice de forma civilizada las diferencias y conflictos. Un discurso que podría retomar su entronque en la tradición ilustrada que posibilitó la democracia en Europa, y que aquí dejó su huella, en figuras históricas de nuestra Ilustración, que pusieron las bases de lo que es el pensamiento democrático español.
Desde esta perspectiva, el historiador Octavio Ruiz-Manjón, en su libro Algunos hombres buenos, se acerca a nuestra contienda civil con el propósito de sacar a la luz el comportamiento de un número significativo de españoles de ambos bandos que antepusieron la compasión humana a la visceralidad fanática. Desde Antonio Escobar, un guardia civil católico y republicano, a Julián Besteiro, Manuel de Irujo, Julián Marías o Manuel Falla. La reconciliación de verdad y no retórica se plasmaba en estos gestos.
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