San Antón y la vida eremítica

“Las mascotas quedaron huérfanas de su santo benefactor, San Antón, en esta pandemia”

José Luis Masegosa
23:31 • 17 ene. 2021 / actualizado a las 07:00 • 18 ene. 2021

Anoche, antes de que las manecillas del reloj de la torre despidieran este tercer domingo de enero, escuché los ladridos secos de un grupo de perros rurales que alumbraron a mis oídos un familiar, pero lejano sonido de antaño. Sin embargo, tan disonantes notas encendieron la cálida llama de un tiempo con tiempo para todo, incluso para que esos anónimos canes nocturnos hubieran recibido la protectora agua bendita de su patrono. Pero no, ellos, como todos las mascotas y animales, quedaron ayer huérfanos de su santo benefactor, porque San Antón, como todo mortal de buena fe, habita  en clausura estas calendas de dominio pandémico. Una orfandad que ayer se expandió como la grama por el mundo animal de los numerosos rincones de nuestra geografía provincial  en donde, hasta ahora, se ha mantenido viva la festividad  del eremita egipcio con su inseparable guarín. Una mascota cuya vida  ha seguido trayectorias muy diversas y variopintas, según su entorno, bien sea urbano o rural.


El conjunto  del marranico  y la esbelta imagen del abad Antonio, de la  Basílica de mi pueblo, reside en tan privilegiada morada desde 1944. Llegó en “portes a gran velocidad” procedente del taller de José J. Sacrat, en Gerona, a la estación ferroviaria de Cantoria, previo pago de ciento treinta y cinco pesetas, y gracias a las aportaciones de cuarenta y cuatro vecinos que en aquellos tiempos de alpargata y carencias se desprendieron de lo que pudieron –de una a ciento cincuenta pesetas por cabeza- para enriquecer la imagenería del templo e imbuir cierta tranquilidad en agricultores y ganaderos al saberse acompañados de la guarda de sus animales y ganado por parte del  del fundador  del movimiento eremítico. Cananea, el Tío Carturcho o la Campiña fueron algunos de esos generosos benefactores que  junto a los actores del Teatro de Pascua –recaudaron cuatrocientas diecinueve pesetas- conformaron  la nómina de adquisidores de la referida imagen de San Antonio.  Hasta la última década del pasado siglo, los fastos dedicados al ermitaño de Heracleópolis Magna (Egipto) se acompañaron con la rifa de un marranico hermano de carne y hueso que durante el año andaba de casa en casa para proveerse del sustento necesario gracias a la generosidad del vecindario. El último año de la rifa –el reconocimiento del género femenino ya estaba más que establecido y aplaudido por los poderes públicos de entonces- la mascota fue una cerdita, de nombre “Blanquita ”, que compartió plató televisivo del programa “Tal como somos” de Canal Sur, de la mano del entonces regidor Bartolomé Sánchez Moreno, quien mostró  tan hermosa criatura a la audiencia con su cuello abrazado por una cinta roja de seda. Tras ser sorteada, “Blanquita” fue indultada y no acabó trufada en jamones, brazuelos y chorizos.


San Antón fue ayer en nuestra provincia un espejismo del pasado, una sombra de cuando el tiempo tenía tiempo para contar la vida, como la de la crónica de tal día como ayer, relatada, en 1949, en la sección de provincia de este periódico por Antonio Ruíz de la Fuente, a la sazón corresponsal local: “ Con mayor entusiasmo que el pasado año se ha celebrado la festividad de San Antonio Abad. Por la mañana de este día hubo misa solemne a cargo del señor cura párroco, doctor don Santiago Díaz Gallardo. Por la tarde se celebró la procesión del Santo, que recorrió triunfalmente el itinerario de costumbre. El paso de la manifestación cristiana fue presenciado por todo el vecindario, desbordándose el entusiasmo de agricultores, propietarios y productores, lanzándose al espacio centenares de cohetes. El tiempo, después de varios días de intenso frío –temperaturas de cuatro y cinco grados bajo cero- fue excelente, contribuyendo a dar mayor realce y solemnidad a la procesión”. San Antón fue ayer un erial humano en nuestra provincia, el recuerdo de una muestra de paisajes remotos de hogueras callejeras, purificadoras de los viejos aperos y utensilios agrícolas, un castillo de castillos de pólvora, un festival de carretillas y cohetes rastreros que aún avivan en la memoria el exclusivo olor a pólvora, que anoche también vomitó una docena de cohetes anónimos,  y el sudor de las carreras salvadoras del fuego y de los chiscos. En su lugar, las calles festivas de antaño son ahora reductos vacíos, escenarios de soledad e incertidumbre, acaso cruzados por algún que otro despistado vecino anglosajón que perdió la brújula de su paraíso del Sur. San Antón no fue ayer tal. O quizás sí, porque él recurrió a la penitencia, al silencio y al alejamiento del mundo urbano. Y ahora, como hace unos meses, todos debemos aventuramos a esta suerte de vida eremítica que nuestra supervivencia nos impone. Ahora todos somos San Antón.






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