Ha acabado la Semana Santa sin procesiones por segundo año consecutivo. Y justo pegadito a la Resurrección vuelve el mesías gubernamental a pedirnos que creamos en el dogma de la cogobernanza como Jesús hizo con sus escépticos seguidores tras abandonar la tumba.
La historia del Cristianismo me apasionó de niño desde que un vendedor de enciclopedias llegó al colegio Azcona como un profeta arrastrando una cartera rebosante de folletos. Aquella Biblia ilustrada en color me acompañó durante mi infancia y desafió mi incipiente raciocinio con sus milagros, paradojas e historias incomprensibles. Me reventaba la cabeza la de Caín y Abel. No entendía nada la tirria que tenía aquel hermano mayor por el segundo, como yo era.
Tampoco comprendía por qué Abraham obedeció la extraña y mórbida orden de Dios para con su hijo Isaac. Tampoco me aclaró las cosas del más allá mi padre. Debió de putearle algún cura del Frente de Juventudes y para vengarse nos cogía durante los viajes en el seílla y nos hacía oír sermones de un pastor evangelista de Madrid todavía prohíbido. Así salí yo de confuso y años después estuve a punto de entrar en el Opus Dei y en los mormones.
El ir a misa todos los domingos a la pequeña ermita de San Antón tampoco me ayudó a pisar de lleno en el camino de la fe. Cuando el cura ya estaba dando la hostia yo veía en mi mente las que se iban a repartir pocos minutos después en la pantalla del cine Moderno, ya fueran de vaqueros, romanos o las de Bud Spencer, las más santas. Una buena torta cruzada de éste me hubiera hecho creer en lo irrazonable pero a los 16 años dejé de creer para siempre en la fe y en los milagros. Aunque soy un agnóstico casi ateo defiendo con firmeza la religión, el respeto a las personas pías y la enseñanza de lo sagrado en los centros educativos. Es mucho mejor la religión clásica que las religiones petardas que nos rodean hoy, donde lo santo está al otro lado de una pantalla. Religiones de pitiminí son el nacionalismo, el neofeminismo, el ‘black lives matter’, el animalismo, el fútbol... Nos piden que creamos, que tengamos fe.
En cuanto Fernando Simón comenzó a hacer aguas con sus análisis y pronósticos lo primero que hicieron es presentarlo como un santo que caminaba sobre esas mismas aguas pandémicas. Sacaron al Santo Simón en aquella estampa de Zurbarán en la que aparece como un sufriente evangelizador rodeado de angelitos negros.
También esta semana nos piden que creamos ciegamente a un jugador de fútbol del Valencia que denuncia racismo, cuando lo que en realidad está denunciando es un insulto, algo triste y muy habitual en el fútbol.
El fideísmo está de ‘revival’ en la católica y escolástica España. Es la postura de Pascal y Kierkegaard, entre otros. Por ella, no se necesita razonar la fe, solo hace falta dar el salto.
Como el de ese creyente del Atleti de Bilbao que se arrojó con fe ciega y dio con sus huesos en el único hueco de asfalto entre tanto estúpido co-creyente que juntos salieron en procesión. Fue un milagro, desde luego, que se levantara del suelo.
Hace meses se acuñó aquello del ‘Hermana, yo sí te creo” como una oración a la dolorosa Juana Rivas, virgen del feminismo hoy olvidada.
Hoy todo es cuestión de fe: en Rociíto, en el negro del Valencia o en el santo del moño. Hoy nos piden fe ciega, que creamos que llegará la parusía de las vacunas por mucho que el advenimiento se retrasa una y otra vez. Iré comprando estampitas de santos y me pongo a rezar: “¡Sí se puede!”.
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