Un día cualquiera me encuentro con que una rutinaria calle céntrica de Almería por la que paso siempre deja de ser la misma, se ha transformado en algo irreconocible.
La acera se ha reducido a menos de la mitad, aparecen zanjas y vallas por doquier. Todo se llena de tierra, agujeros y obstáculos; se impide el libre paso y los peatones apenas nos podemos mover con dificultad.
La escena es surreal, como si hubiera pasado una guerra de horas; llega una “nueva normalidad” para vecinos y transeúntes. La calle que parecía ser de todos pasa a ser un espacio propiedad de unos pocos: esto es una obra en Almería. Es obvio y de sentido común que esa y cualquier otra obra son necesarias y traerán beneficios a los ciudadanos urbanitas. Eso es incuestionable y queda al margen. Doy por hecho que debe de haber una ley que regula cómo funcionan las obras públicas paso a paso, sus prioridades, los detalles y mucho más cuando éstos alteran de forma radical las vidas de las personas. Pero nada de esa suposición la compruebo; solo veo un cartel de “peligro zanjas”.
Las aceras son las primeras dañadas. Reducen su anchura y por donde andaban antes dos personas en sentidos contrarios, ahora no pueden hacerlo.
Nada ni nadie regula el paso habitual de cientos de profesionales y estudiantes que van a colegios e institutos. Lanzan sobre hoyos abiertos unas pasarelas metálicas estrechas y abolladas por el uso, que se convierten en molestos contadores sonoros para los vecinos. Afortunadamente los peatones no se retan como los caballeros en un puente de la Edad Media pero a diario me acuerdo de aquel portador negro que siempre cae al precipicio en las películas de Tarzán.
Tampoco se tiene en cuenta a la gente mayor con dificultad para andar. Los obstáculos cambian y se acumulan de un día para otro. Pasan escolares y a menos de un metro, el martillo hidráulico no cesa su fuerte golpeteo del suelo. No hay deferencia para el peatón, para el transeúnte ni el vecino. Nos han hecho aceptar eso como quien aceptó en su día “la dictadura del proletariado” como paso imprescindible hacia la sociedad sin clases.
Observo a los obreros y se sienten en su isla Utopía, como los niños triunfantes de ‘El señor de las Moscas’. Incluso alguno se mueve sin mascarilla porque el coronavirus no se mete entre zanjas y montones de tierra.
Las obras en las calles de Almería son réplicas de la comuna de París, pequeños rincones utópicos aislados contra la civilización capitalista corruptora a la que pertenecemos los demás. El obrero es el ‘buen salvaje’ de Rousseau pero con casco y mono. De joven universitario y protestón grité “¡Obreros, estudiantes, todos para’lante!” pero jamás se nos unieron. Marx idealizó al proletario para luego poder reprenderlo por su alienación consentida. Bakunin, Proudhon y muchos otros hicieron igual hasta que Robert Owen comprobó en su New Harmony que eran humanos perezosos como los que más.
La idealización del obrero y proletario es inversamente proporcional al caos terregoso y polvoriento de sus ínsulas sin ley burguesa llenas de escombros. Es lo que ocurre con todos los idealismos, desde los mitológicos a los actuales con futbolistas, mujeres, gamers o influencers...
La verdad que nos gustaría a los mortales es que una obra fuera más racional: que hicieran los destrozos por tramos, no todos de golpe para que se note; que no se tocara una acera mientras que no se acabara la de enfrente; que se pensara en la gente mayor y en la menor. Pero esta obra sería una utopía de las de ‘nunca jamás’.
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