El horrible y trágico secuestro de las niñas Anna y Olivia Gimeno por su desalmado padre y la repercusión mediática del suceso demuestra que hay casos criminales con mayor resonancia que otros. Tan terrible e incomprensible suceso que afecta a todas las personas de bien pone de manifiesto que, a su pesar, existen víctimas de primera clase, de las que se ocupan todos los medios de comunicación, y el resto.
No estamos hablando de pocos casos. En los últimos años, en España hay unas 20.000 desapariciones anuales de personas, muchas veces voluntarias, de las que queda siempre un diez por ciento sin solucionar. Es un número de víctimas abrumador, que explica que haya habido programas como el de Paco Lobatón y sus epígonos para intentar resolver o paliar esos dramas. Pero son demasiados casos para fijar nuestra atención y sólo adquieren un perfil propio unos pocos: Marta del Castillo; el asesinato de la niña Asunta Basterra; Gabriel, asesinado por Ana Julia Quezada,…
No hay razones concretas para esa mayor visibilidad de algunos crímenes más allá de sus características extremas. Pero hay otros que por casualidad, por el momento en que fueron cometidos, por sus circunstancias, por el apocamiento de sus familiares o vaya a saberse por qué quedan ocultos en la frondosidad de la maldad humana.
No cabe inferir de estas dramáticas cifras que el nuestro sea un país más violento o más criminal que la mayoría. En el último ranking de la materia ocupamos el puesto 38 en materia de seguridad, con lo que la extrapolación a otros países sería aún más preocupante.
Con todo, el horror del suceso de Tenerife no debe hacernos olvidar otros casos igual de trágicos que, a pesar de su menor repercusión mediática, son tan terribles como él y merecedores de la unánime condena de la ciudadanía.
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